ASEDIO A LA CASA ROJA

JOHN SHERIDAN LE FANU
(IRLANDA, 1814 – 1873)



En la mitad del siglo XVIII se hizo muy famoso un pleito que hubo entre el señor Harper, consejero municipal de la ciudad de Dublín, y lord Castlemallard, tutor de lord Chattesworth mientras éste fue menor de edad, debido a un edificio al que todo el mundo había bautizado con el nombre de la Casa Roja, ya que su tejado era de ese color.
Precisamente, el señor Harper se decidió a alquilar esa casa en enero de 1753, pensando que le vendría muy bien a su hija. Debido a que llevaba demasiado tiempo deshabitada, se tuvieron que efectuar muchas reparaciones y, sobre todo, se cambiaron los muebles. Esto supuso el gasto de una considerable suma de dinero.
La hija del señor Harper estaba casada con el señor Rosser. Y esta familia convirtió la Casa Roja en su vivienda durante el mes de junio. Sin embargo, no habían pasado ni siquiera tres meses, cuando la joven y decidida pareja se vio forzada a reconocer, luego de cambiar de servicio repetidas veces, que el lugar era inhabitable.
El siguiente paso lo dio el señor Harper al solicitar una entrevista con lord Castlemallard, para anunciarle que estaban anuladas todas las obligaciones asumidas al firmar el contrato de alquiler, debido a que la Casa Roja había resultado el escenario de los sucesos más misteriosos y terroríficos. Resumiendo el tema: el edificio se hallaba embrujado, por lo que era imposible contratar unos criados que fuesen capaces de pasar allí más de una o dos semanas. El señor Harper completó su exposición al considerar que, luego de haber comprobado lo mucho que sus hijos habían padecido, consideraba que además de romper el contrato tenían que ser resarcidos con una importante cantidad de dinero, debido a que todo el edificio era la madriguera de algo más abominable de lo que pudiera resultar un ejército formado por los más crueles asesinos.
Lord Castlemallard exigió al señor Harper, por conducto legal, que cumpliese todo el contrato de alquiler; sin embargo, el consejero municipal le replicó con un informe minucioso de todos los sucesos, que apoyó con los testimonios de unos siete testigos. Esto le permitió ganar el juicio, lo que impidió que el caso fuera más lejos. Su Señoría tomó la decisión de rendirse antes de que el asunto llegase a los más altos tribunales.
Veamos los sucesos que el señor Harper presento en su amplio informe.
Una tarde de finales de agosto, cuando empezaba a anochecer, su esposa, la señora Rosser, se hallaba sola en la salita más próxima a la huerta, que se encuentra en la zona trasera del edificio en cuestión. Hacía unas horas que se había puesto a coser, sentada junto a una ventana abierta, cuando se le ocurrió retirar la vista de la costura, para llevarla al alféizar. Entonces pudo contemplar una mano allí, como si perteneciera a alguien que pretendiera entrar luego de haber escalado la alta pared. La mano resultaba muy pequeña, aunque estaba bien conformada, mostraba una piel blanquecina y toda ella debía considerarse algo gruesa. Era la mano derecha de una persona madura, acaso de un desconocido que superaba los cuarenta años.
Debido a que se tenía noticias que, una semana antes, se había producido un robo en una mansión de la zona, donde se provocaron, además, el asesinato de la dueña y el incendio de parte dela casa, la señora Rosser pensó en lo peor al ver esa mano. Sobre todo al tener en cuenta que los homicidas del caso anterior no habían sido detenidos todavía por la policía. Esto le obligó a gritar con la mayor fuerza de sus pulmones y, como es natural, la mano desapareció al instante, aunque lo hizo moviéndose pausadamente.
Rápidamente se organizó la oportuna investigación en la pared y en la huerta, sin poder localizar huellas de pisadas, ni otra evidencia del paso de una o más personas. Esto trajo consigo que se terminara creyendo que la pobre señora Rosser había sufrido una alucinación, después de estar cosiendo durante una excesiva cantidad de horas. La idea se quiso apoyar con el hecho de que ninguna de las macetas, que seguían perfectamente alineadas debajo de la ventana, habían sido movidas, lo que hubiese resultado normal si alguien hubiera pretendido escalar la pared.
Sin embargo, aquella misma noche en una de las ventanas se escucharon unos golpes débiles, aunque insistentes. La servidumbre se llenó de pánico. El más decidido de los criados terminó por empuñar un atizador y, luego, abrió la puerta que daba al patio trasero. No encontró al causante dela llamada, por mucho que intentó escrutar en la densa oscuridad. No obstante, nada más cerrar, creyó estar oyendo como alguien golpeaba su puño sobre el batiente, igual que si pretendiera entrar a toda costa en la cocina. Resultó tan viva la sensación que, a pesar de que la llamada ya era más perceptible, prefirió alejarse de allí; mientras, los golpes en los cristales no dejaban de producir una mayor sonoridad.
El sábado siguiente, la cocinera se encontraba sola ante los fogones. Eran las seis de la tarde. La mujer tenía la edad suficiente para no pensar en locuras, además había dado pruebas de su sensatez y serenidad. Repentinamente, pudo ver la misma mano, que le pareció corta de tamaño pero con unos dedos propios de un noble, con la palma apoyada sobre el cristal de la ventana; al mismo tiempo, se iba desplazando de arriba abajo, como si estuviera localizando algún punto en el cristal que le permitiese romperlo sin cortarse. Al contemplar esa mano sola, a la que no parecía acompañar ningún brazo, la cocinera dio un alarido y, al momento, se entregó a rezar con la mayor devoción. A los pocos segundos, la mano desapareció.
Durante las tardes siguientes fueron muchas las personas que escucharon llamar en diferentes puertas. Los golpes eran débiles al comienzo; sin embargo, tardaban poco en volverse muy agresivos, dando idea de que estaban siendo propinados con el puño entero. En algunas de estas ocasiones el mayordomo se encargó de preguntar quién era; sin embargo, al no obtener ningún tipo de respuesta verbal, terminaba por negarse a abrir. Esto no impedía que siguiera oyéndose como una mano deslizándose pesadamente, de izquierda a derecha, por el otro lado de la puerta.
El matrimonio Rosser también escuchó golpes en la ventana, mientras se encontraban en el salón. Los sonidos eran unas veces ligeros y espaciados, igual que si pretendieran transmitir una especie de contraseña; mientras que en otras resultaban muy sonoros y persistentes, hasta ele xtremo de que hubo momentos que estuvieron a punto de romperse los cristales.
Estos ruidos sólo se habían producido en la zona trasera del edificio, siempre en el lado que daba a la huerta. Sin embargo, a partir de las nueve y media de la noche del martes comenzaron a escucharse también en la puerta principal. Se prolongaron por espacio de dos horas; mientras tanto, el señor Rosser no dejaba de maldecir, sobre todo al comprobar que el terror había provocado que su esposa se desmayara.
Singularmente, transcurrió casi una semana sin que se produjera ningún sobresalto, con lo que los ocupantes de la Casa Roja creyeron que se había alejado la pesadilla. No obstante, el 13 de septiembre se repitieron los sustos. Fue a ocurrir en el momento que una de las doncellas bajó a la despensa a guardar una jarra de leche. Esta reducida estancia recibía la claridad y la ventilación por medio de un tragaluz, al que se había provisto de una abrazadera que sostenía el postigo. Cuando la doncella estaba mirando hacia el tragaluz, en un movimiento casual, se quedó anonada por el espanto, al observar cómo un dedo, blanquecino y muy grueso, asomaba por uno de los agujeros, para comenzar a moverse de un lado a otro, con la intención de alcanzar el pestillo. Al parecer no llegó a conseguirlo, aunque nadie lo pudo saber con toda certeza, debido a que aquella mujer escapó corriendo, para llegar a la cocina, donde perdió el sentido antes de que pudieran sostenerla. Al día siguiente, se despidió de la casa para siempre.
Como el señor Rosser era un hombre muy sensato que no creía en los espíritus vivientes o en los fantasmas, a pesar del comportamiento de su esposa, junto a las criadas que ya se habían marchado, continuaba creyendo que esa «mano» debía corresponder a un bromista o a un criado resentido. Por eso se propuso descubrirlo a toda costa; sin embargo, se cuidó de contar a todos lo que iba a hacer en los próximos días.
Una tarde, luego de que los golpes llevasen más de una semana sin oírse, el señor Rosser escuchó que alguien llamaba en la puerta principal. Se encontraba escribiendo en su despacho. Todo parecía en calma, excepto esos sonidos insistentes, que iban incrementando su volumen. Llegó al vestíbulo procurando no dejarse oír. Ya había advertido que la forma de llamar estaba cambiando, hasta convertirse en unos golpes suaves y acompasados, que alguien daba con la palma de la mano.
El señor Rosser se disponía a abrir violentamente, cuando prefirió detenerse, al pensar que debía tomar algunas precauciones. Por eso se acercó a una alacena, en la que se encontraban unos bastones, varias espadas y algunas armas de fuego. Procuró guardarse una pistola en cada bolsillo y empuñó con la mano derecha un enorme garrote. Al momento, solicitó la ayuda de un criado, el que le merecía mayor confianza, y le entregó unos pistolones. De esta manera, los dos hombres llegaron ante la puerta armados hasta los dientes. A pesar de esto, procuraron moverse con el mayor sigilo, debido a que los golpes estaban intensificando su fuerza y, a la vez, las pausas entre unos y otros eran cada vez más cortas.
El señor Rosser abrió la puerta con violencia, al mismo tiempo que cruzaba el garrote para impedir el paso del extraño. Pero allí no había nadie. De pronto, acusó una fuerte sacudida en el brazo, dada con la palma de una mano y a punto estuvo de caer rodando por el suelo. En seguida advirtió que algo se deslizaba por su espalda. Como el criado no había podido ver ni escuchar nada, fue incapaz de entender por qué su señor estaba mirando hacia atrás, con una expresión enloquecida y, sin venir a cuento, se liaba a descargar el garrote en el aire; al mismo tiempo, que procuraba cerrar la puerta con la mano izquierda.
Desde aquel momento, el señor Rosser abandonó sus burlas o bromas, y se mostró tan aterrado como toda su familia y los servidores que aún seguían en la Casa Roja.
Aquella noche el matrimonio subió a su dormitorio, donde el señor Rosser se cuidó de leer algunos versículos de la Biblia y, cosa extraña en él, hasta rezó unas oraciones que recordaba de su niñez. Sin embargo, no pudo dormirse hasta las doce y cuarto. Precisamente, cuando empezaba a adormilarse, escuchó unos ligeros golpes en la puerta entreabierta y, después, el deslizamiento de una mano por la pared empapelada del fondo.
Abandonó la cama dominado por el pánico, y se aproximó a la entrada chillando: «¿Quién es?». No recibió ningún tipo de respuesta que no fuera un sonido parecido al anterior: una mano desligándose, pero en esta ocasión por la parte inferior de la puerta.
A la mañana siguiente, cuando todos se levantaron supieron que una de las criadas había descubierto, horrorizada, las marcas dejadas por una mano sobre el polvo de una mesa, en la que se habían desempaquetado diferentes bultos la tarde anterior. El señor Rosser fue a comprobar esas huellas y, a pesar de reconocer que eran el testimonio de la presencia de un fantasma, intentó restar importancia al asunto.
Poco más tarde, queriendo dejar claro que sabía actuar con la cabeza, ordenó que todos los ocupantes de la Cara Roja dejaran la huella de su mano derecha sobre la misma mesa. Como también dejó la de su propia mano, junto a la de su esposa, se pudo comprobar que ninguna coincidía con la primera. Además, por sus dimensiones respondía a la descripción proporcionada por la señora Rosser y la cocinera.
No había duda de que el propietario de esa mano derecha, quienquiera que pudiera ser, se hallaba en el interior del edificio. Esta certeza llenó de miedo a todos, hasta el punto de que la tensión ambiental creció a unas cotas indescriptibles.
Por este motivo, durante las noches siguientes la señora Rosser sufrió unas pesadillas cargadas de alucinaciones, en medio de las cuales brincaba fuera de la cama, pálida y al borde de un ataque epiléptico; sin embargo, luego de tomar un tranquilizante, era incapaz de poder contar esos sueños que tanto le habían atormentado. Y es que era como si la mente se le hubiera borrado por culpa del inmenso terror. Los médicos a los que se pidió consejo, diagnosticaron que las pesadillas respondían a una enfermedad de carácter más físico que mental.
Cierta noche, nada más entrar en el dormitorio matrimonial, el señor Rosser se sintió impresionado ante el silencio tan absoluto que pesaba allí mismo. Siempre había gozado de un oído bastante sensible y, sin embargo, no podía escuchar la respiración de su esposa, que se había metido en la cama una hora antes y ya debía estar dormida.
Sobre una mesita una vela encendida iluminaba parcialmente la cabecera de una cama provista de dosel, cuyas cortinas permanecían desplazadas, como era habitual. Como el señor Rosser había estado repasando unas cuentas, llevaba en las manos el pesado libro de contabilidad. Se notaba muy impresionado cuando llegó junto al lecho, para descorrer aún más las cortinas. Durante unos momentos creyó que su esposa estaba muerta, ya que se encontraba tumbada boca arriba, muy quieta, con los ojos abiertos y fijos en el techo y la frente cubierta con una gran cantidad de gotitas de sudor...
Y sobre la almohada, cerca de la cabeza femenina, había algo extraño, que al principio el señor Rosser confundió con un sapo amarillento; sin embargo, pronto cayó en la cuenta de que era la mano blanquecina y macilenta, cuya muñeca estaba apoyada en la sábana, mientras los dedos avanzaban hasta la sien de la señora Rosser.
Al sentirse dominado por un inmenso terror, el señor Rosser lanzó el pesado libro, con todas sus fuerzas, hacia donde creía que debía esconderse el dueño de esa mano. Pero no llegó a alcanzarle. Luego, pudo ver cómo la mano se retiraba muy despacio, a la vez que las cortinas se ondulaban ligeramente.
El señor Rosser corrió hasta el otro extremo del lecho, con lo que pudo observar cómo era cerrada la puerta de la habitación próxima, tras la cual había un gabinete. No dudó en abrirla, para entrar allí llevando la lámpara. No encontró a nadie. Después de registrarlo todo, cerró la puerta con llave y echó el cerrojo de seguridad. Seguidamente, llamó a la servidumbre. Entre todos lograron, no sin realizar un gran esfuerzo, que la señora Rosser superara su desmayo. La infeliz había sufrido una crisis nerviosa.
Lo que provocó que los Rosser salieran definitivamente de la Casa Roja fue la misteriosa dolencia que atacó a su hijo, que sólo tenía dos años y medio de edad. El niño parecía incapacitado para dormir, ya que se pasaba las horas enteras llorando por culpa de un terror indescriptible. El médico diagnosticó que padecía un comienzo de hidroencefalitis. Por lo que su madre jamás se separaba de la cuna, ahogada por el temor a perderlo. Allí se pasaba los días enteros, en compañía de su doncella de más confianza.
La cunita del niño había sido pegada a la pared, con la cabecera unida a una alacena. Debido a que la puerta de ésta no cerraba muy bien, se colocó una blanca cortina para proteger al enfermito. Poco tardaron las dos mujeres en comprobar que el niño se tranquilizaba casi por completo en el momento que le cogían en brazos. No obstante, cuando se había dormido, si le devolvían a la cuna, a los pocos minutos comenzaba a llorar igual que si le estuvieran matando. Finalmente, descubrieron lo que consideraron la causa de todos los males.
Llenas de terror pudieron ver como, luego de salir de la puerta entreabierta de la alacena, la misma mano blanca y macilenta se deslizaba por el baldaquín de la cuna, dejando la palma hacia abajo. En un descenso que fue a detenerse en el momento que los dedos tocaron la cabecita del niño. Entonces, la madre dio un salto desesperado, para coger a su hijo entre los brazos y, llevando detrás a la doncella, escapó hasta el dormitorio donde se encontraba su marido. Nada más que cerraron la puerta, pudieron escuchar el golpeteo exigente de esa maldita mano que no cesaba de llamar.
A la mañana siguiente fue cuando los Rosser dejaron la Casa Roja para siempre. Pasados muchos años, un personaje que se hacía llamar señor Rosser, que ya era un anciano de seria presencia y fácil de palabra, contó a todo el que quiso oírle que hacía tiempo vivió un primo suyo, de nombre james Rosser. Al parecer éste había ocupado durante una larga temporada el dormitorio de una enorme casa, cuyo tejado era rojo, a la que las gentes atribuían la condición de embrujada, por lo que terminó siendo derribada.
James Rosser había venido sufriendo a lo largo de su vida, siempre que se hallaba enfermo, cansado o sufría una pequeña fiebre, unas inquietantes pesadillas: la aparición de un hombre gordo y muy pálido. Esta visión le venía acompañando desde la infancia, y resultaba tan similar, que llegó a poder reconocer aquella figura y aquel rostro, tan sensual dentro de sus rasgos enfermizos, junto a los rizos de una peluca empolvada y los bordados de un traje oscuro, más que al mismo retrato de su abuelo, el cual presidía todas las comidas de la casa, ya que se encontraba colgado en la pared central del comedor.
El señor Rosser se cuidaba siempre de destacar que esta historia ofrecía las mayores evidencias de ser real, debido a su reiteración, tan exacta y constante. Y siempre la concluía, llamando a su primo «mi infeliz Jimmy», pues estimaba que lo más horrible de su figura debía localizarse en el hecho de que se le hubiera amputado la mano derecha.

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