NATHANIEL HAWTHORNE
(ESTADOS UNIDOS, 1804 - 1864)
(ESTADOS UNIDOS, 1804 - 1864)
Hace mucho tiempo un hombre joven llamado Giovanni Guasconti vino de la región más meridional de Italia para proseguir sus estudios en la Universidad de Padua. Giovanni, que sólo tenía una escasa provisión de ducados de oro en su bolsa, se alojó en una cámara alta y oscura de un viejo edificio que no parecía indigno de haber sido la residencia de un noble de Padua, y que de hecho exhibía sobre su entrada el escudo de armas de una familia desaparecida hacía mucho tiempo. El joven extranjero, que no carecía de estudios sobre el gran poema de su país, recordó que uno de los antepasados de esa familia, quizás un ocupante de esa misma mansión, había sido descrito por Dante como participante en las agonías inmortales de su Inferno. Esos recuerdos y asociaciones, junto con la tendencia a la congoja natural en un joven que por primera vez salía de su esfera natal, hicieron que Giovanni suspirara profundamente al contemplar a su alrededor la estancia desolada y mal amueblada.
—¡Por la Santa Virgen, señor! —exclamó la anciana dama Lisabetta, quien ganada por la notable belleza del joven se esforzaba amablemente por dar a la cámara un aire habitable—. ¿Qué suspiro es ése que se ha escapado del corazón de un hombre joven? ¿Le parece triste esta antigua mansión? Entonces, por amor al cielo, saque la cabeza por la ventana y verá un sol tan brillante como el que dejó en Nápoles.
Guasconti hizo mecánicamente lo que le aconsejó la anciana, pero no pudo estar totalmente de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuera tan alegre como el de la Italia meridional. Sin embargo, el caso era que daba sobre un jardín que había bajo la ventana y empleaba sus influencias favorecedoras sobre una variedad de plantas que parecían haber sido cultivadas con enorme cuidado.
—¿Pertenece a la casa este jardín? —preguntó Giovanni.
—Que el cielo lo impida, señor, a menos que fructificara en hierbas de cocina mejores que las que ahí crecen ahora —respondió la anciana Lisabetta—. No, ese jardín lo cultiva con sus propias manos el señor Giacomo Rappaccini, el famoso doctor, del que le aseguro han oído hablar de él hasta en Nápoles. Se dice que destila estas plantas en medicinas tan potentes como un encantamiento. Con frecuencia verá trabajando al señor doctor, y quizás también a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en el jardín.
La anciana había hecho ya todo lo que podía por el aspecto de la cámara; y encomendando al joven a la protección de los santos, se despidió. Giovanni no encontró mejor ocupación que la de contemplar el jardín que había bajo su ventana. Juzgó, por su apariencia, que era uno de esos jardines botánicos que existieron en Padua mucho antes que en cualquier otro lugar de Italia o del mundo.
Ahora bien, no era improbable que hubiera sido en otro tiempo el lugar placentero de una familia opulenta; pues en el centro estaban las ruinas de una fuente de mármol, esculpida con raro arte, pero tan tristemente destrozada que entre el caos de fragmentos restantes era imposible encontrar el diseño original. Sin embargo el agua seguía brotando y centelleando bajo los rayos del sol tan alegremente como siempre. Un ligero sonido de gorgoteo ascendía hasta la ventana del joven y le hacía sentir como si la fuente fuera un espíritu inmortal que cantara su canción incesantemente y sin preocuparse por las vicisitudes que la rodeaban, encarnándose un siglo en el mármol y esparciendo otro los adornos perecederos sobre el suelo. En el estanque al que iban a dar las aguas crecían diversas plantas que parecían necesitar abundante humedad para nutrir sus gigantescas hojas, y en algunos casos flores magníficas y vistosas. En particular había un matorral que brotaba en un jarrón de mármol situado en mitad del estanque que daba abundantes flores moradas, cada una de las cuales tenía el brillo y la riqueza de una gema; y el conjunto mostraba tal esplendor que parecía suficiente para iluminar el jardín aunque no hubiera habido sol. Cada porción del suelo estaba poblada de plantas y hierbas que, aunque menos hermosas, seguían mostrando señales de un cuidado asiduo, como si todas tuvieran sus virtudes propias, conocidas por la mente científica que las criaba. Algunas estaban colocadas en urnas, ricas por las tallas antiguas, y otras en macetas comunes; algunas reptaban serpenteantes por el suelo o se subían hacia lo alto, utilizando cualquier medio de ascenso que se les ofreciera. Una planta se había enroscado alrededor de una estatua de Vertumnus, que por ello había quedado totalmente oculta y envuelta en una pañería de follaje colgante, tan felizmente dispuesto que habría servido como estudio a un escultor.
Mientras Giovanni permanecía en la ventana escuchó un crujido tras una pantalla de hojas y con ello se dio cuenta de que había una persona trabajando en el jardín. Ésta se dio pronto a ver, mostrando que no era un trabajador común, sino un hombre alto, demacrado, cetrino y de aspecto enfermizo, vestido con la túnica negra de un estudioso. Había traspasado la edad media de la vida, tenía el cabello cano, una barba rala y gris y un rostro singularmente marcado por el intelecto y el cultivo, pero que nunca, ni siquiera en sus días más juveniles, debió expresar excesiva calidez del corazón.
Nada podía superar la intensidad con la que este jardinero científico examinaba cada mata que crecía en su camino: parecía como si estuviera contemplando su naturaleza más interior, haciendo observaciones respecto a su esencia creativa y descubriendo el motivo de que una hoja creciera de esta forma y otra de aquélla, y por qué aquellas flores diferían entre sí mismas en cuanto al tono y el perfume. Sin embargo, a pesar de esa comprensión profunda, no parecía existir intimidad entre él y aquellos seres vegetales. Por el contrario, evitaba tocar las plantas realmente, o inhalar directamente sus olores, con una precaución que impresionó desagradablemente a Giovanni; pues la conducta del hombre era la de aquél que camina entre influencias malignas, como animales salvajes, serpientes mortales o espíritus malvados, que si les concediera un solo momento de permiso descargarían sobre él alguna fatalidad terrible.
Provocaba en la imaginación del joven un miedo extraño ver ese aire de inseguridad en una persona que cultivaba un jardín, el más simple e inocente de los trabajos humanos, y que había sido al mismo tiempo la alegría y el trabajo de los padres de la raza que no habían caído. ¿Era entonces ese jardín el Edén del mundo presente? ¿Y este hombre, con esa percepción del daño de lo que sus propias manos hacían crecer, era él Adán?
El desconfiado jardinero, mientras apartaba las hojas muertas o podaba el crecimiento excesivo de los matorrales, protegía sus manos con un par de gruesos guantes. No eran éstos su única armadura. Cuando paseando por el jardín llegó junto a una planta magnífica que dejaba colgar sus gemas moradas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de máscara sobre la boca y la nariz, como si aquella hermosura ocultara una malicia mortal; pero considerando aun así que su tarea era demasiado peligrosa, retrocedió, se quitó la máscara y con la voz fuerte, pero de una persona enferma y afectada de un mal interior, gritó:
—¡Beatrice! ¡Beatrice!
—Aquí estoy, padre mío, ¿qué deseas? —gritó una voz rica y juvenil desde la ventana de la casa de enfrente; una voz tan rica como el anochecer tropical, y que hizo que Giovanni, aunque no sabía por qué, pensara en los tonos profundos del morado o el carmesí, y en perfumes muy deleitosos—. ¿Estás en el jardín?
—Sí, Beatrice, y necesito tu ayuda —respondió el jardinero.
Enseguida salió por una puerta esculpida una joven ataviada con tanta riqueza del gusto como la más espléndida de las flores, hermosa como el día, y con una lozanía tan profunda y viva que un poco más de tono hubiera resultado excesivo. Parecía abundar en ella la vida, la salud y la energía; pero todos estos atributos estaban por así decirlo atados y comprimidos, y tensamente ceñidos en su abundancia, por su zona virginal.
Pero la imaginación de Giovanni debió entristecerse mientras contemplaba el jardín, pues la impresión que la hermosa desconocida causó en él fue como si hubiera allí otra flor, la hermana humana de las vegetales, tan hermosa como ellas, más hermosa que la más rica de ellas, pero que sólo podía tocársela con un guante, que no podía acercarse uno a ella sin una máscara. Cuando Beatrice recorrió el sendero del jardín resultó visible que tocaba e inhalaba el aroma de varias plantas que su padre había evitado diligentemente.
—Ven aquí, Beatrice —dijo este último—. Fíjate cuántas necesarias tareas exige nuestro principal tesoro. Pero como estoy tan agotado podría pagar con la vida el castigo de acercarme tanto como las circunstancias lo exigen. Temo por tanto que esta planta deba quedar exclusivamente a tu cargo.
—Y alegremente me encargaré de ello —respondió la joven de nuevo con su rico tono, tras lo cual se inclinó hacia la magnífica planta abriendo los brazos como si fuera a abrazarla—. Sí, hermana mía, esplendor mío, será tarea de Beatrice alimentarte y servirte; y tú la recompensarás con tus besos y tu aliento perfumado, que para ella es como el aliento de la vida.
Entonces, con toda la ternura de actitud que de manera tan notable había expresado en sus palabras, prodigó a la planta todas las atenciones que parecía necesitar; y Giovanni, desde su alta ventana, se frotó los ojos dudando casi de si era una joven que atendía a su flor favorita o una hermana que afectuosamente cumplía sus deberes con otra. La escena acabó pronto. Bien porque el doctor Rappaccini había terminado sus trabajos en el jardín, o porque su mirada vigilante había captado el rostro del desconocido, cogió del brazo a su hija y se retiraron. Ya se estaba acercando la noche; oprimentes exhalaciones parecían brotar de las plantas y subir hasta la ventana abierta; y Giovanni, cerrando la reja, fue hasta su cama y soñó con una rica flor y una hermosa joven. Flor y doncella eran distintas, y sin embargo iguales, y cada una de las formas parecía cargada con un extraño peligro.
Pero hay una influencia en la luz de la mañana que tiende a rectificar cualquier error de la fantasía, o incluso del juicio, en el que hayamos incurrido durante la puesta de sol, entre las sombras de la noche, o con el brillo menos saludable de la luna. El primer movimiento de Giovanni al despertar del sueño fue abrir la ventana y contemplar el jardín que tan fértil de misterios había vuelto sus sueños. Se sintió sorprendido, y hasta un poco avergonzado, al descubrir que era algo real y factual bajo los primeros rayos del sol que doraban las gotas de rocío que colgaban de las hojas y las flores, y que aunque daba un brillo mayor a cada flor rara lo situaba todo dentro de los límites de la experiencia ordinaria. El joven se regocijó de que en el corazón de la desértica ciudad hubiera tenido el privilegio de poder dominar aquella zona de vegetación encantadora y abundante. Se dijo a sí mismo que le serviría de lenguaje simbólico para mantenerse en comunión con la Naturaleza. Cierto que en esos momentos no podía ver ni al enfermizo y agotado doctor Giacomo Rappaccini ni a su brillante hija; por tanto Giovanni no podía determinar hasta qué punto la singularidad que atribuía a ambos se debía a las propias cualidades de éstos o al trabajo excesivo de su propia fantasía; pero se sentía inclinado a examinar todo el asunto desde una perspectiva más racional.
En el curso del día presentó sus respetos al señor Pietro Baglioni, profesor de medicina en la Universidad, médico de fama eminente, para quien Giovanni llevaba una carta de presentación. El profesor era un perpodríamos considerar joviales. Invitó a cenar al joven y se mostró muy agradable por la libertad y viveza de su conversación, sobre todo tras calentarse con uno o dos frascos de vino de la Toscana. Giovanni, comprendiendo que los hombres de ciencia que habitan la misma ciudad por necesidad deben mantenerse en términos de familiaridad, aprovechó una oportunidad para mencionar el nombre del doctor Rappaccini. Pero el profesor no respondió con tanta cordialidad como el joven había previsto.
—A un maestro en el arte divino de la medicina le correspondería conceder las debidas y merecidas alabanzas a un médico de tan eminente habilidad como Rappaccini —dijo el profesor Pietro Baglioni como respuesta a la pregunta de Giovanni —. Pero por otra parte respondería escasamente a mi conciencia si permitiera que un joven digno como usted, señor Giovanni, hijo de un antiguo amigo, recibiera ideas erróneas respecto a un hombre que en el futuro podría llegar a tener vuestra vida y muerte en sus manos. La verdad es que nuestro venerado doctor Rappaccini tiene tanta ciencia como cualquier miembro de la facultad —quizás con una sola excepción— en Padua o en toda Italia; pero existen ciertas objeciones graves a su carácter profesional.
—¿Y cuáles son ésas? —preguntó el joven.
—¿Es que mi amigo Giovanni tiene alguna enfermedad del cuerpo o el corazón, que tan inquisitivo se muestra acerca de los médicos? —preguntó el profesor con una sonrisa—. Pues en cuanto a Rappaccini, se dice de él —y yo, que conozco bien al hombre, puedo responder que es cierto— que se preocupa infinitamente más por la ciencia que por la humanidad. Sus pacientes sólo le interesan como sujetos de nuevos experimentos. Sacrificaría la vida humana, la suya entre todas las demás, o cualquiera que le fuera más querida, para añadir un solo grano de mostaza al gran montón de su conocimiento acumulado.
—Me temo entonces que es un hombre realmente horrible —observó Guasconti recordando mentalmente el aspecto frío y puramente intelectual de Rappaccini—. Y sin embargo, venerable profesor, ¿no es un espíritu noble? ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan espiritual por la ciencia?
—Que Dios no lo permita —respondió el profesor con cierto enojo—. Al menos si no adoptan visiones más sensatas del arte curativo que las de Rappaccini. Es su teoría que todas las virtudes medicinales están comprimidas dentro de esas sustancias que denominamos venenos vegetales. Las cultiva con sus propias manos, y se dice incluso que ha producido nuevas variedades de veneno más horriblemente nocivos que con los que la Naturaleza, sin la ayuda de esa ilustrada persona, habría asolado nunca al mundo. Es innegable que con esas peligrosas sustancias el señor doctor hace menos daño del que cabría esperar. Debe reconocerse que de vez en cuando ha efectuado, o ha parecido efectuar, una curación maravillosa; pero para que sepa mi opinión personal, señor Giovanni, debería recibir menor fama por esos casos de éxito —que probablemente han sido obra del azar—, y debería pedírsele estrictamente cuentas por sus fracasos, que deberían ser considerados justamente como obra suya.
El joven habría recibido con mayor tolerancia las opiniones de Baglioni de haber sabido que desde hacía tiempo existía un enfrentamiento profesional entre éste y el doctor Rappaccini, y que generalmente se pensaba que el último le llevaba ventaja. Si el lector se siente inclinado a juzgar por sí mismo, le remitimos a ciertos tratados de letra negra escritos por ambas partes y que se conservan en el departamento de medicina de la Universidad de Padua.
—No sé, mi sapientísimo profesor —replicó Giovanni tras meditar sobre lo que se había dicho acerca del interés exclusivo de Rappaccini por la ciencia—. No sé hasta qué punto ese médico puede amar su arte; pero seguramente hay algo que le es más querido. Tiene una hija.
—¡Vaya! —exclamó el profesor echándose a reír—. Así que ahora queda al descubierto el secreto de nuestro amigo Giovanni. Ha oído hablar usted de esa hija por la que están locos todos los hombres jóvenes de Padua, aunque ni media docena de ellos han tenido nunca el afortunado lance de ver su rostro. Poco sé de la señora Beatrice salvo que se cuenta que Rappaccini la ha instruido profundamente en su ciencia, y que joven y bella como la fama cuenta que es, está cualificada ya para ocupar la silla de un profesor. ¡Quizás su padre la destine a la mía! Otros rumores absurdos hay que no merecen que se hable de ellos ni se los escuche. Así que ahora, señor Giovanni, bébase su copa de lacrima.
Guasconti regresó a su alojamiento algo excitado por el vino que había bebido y que hacía que su cerebro se sumergiera en fantasías extrañas relacionadas con el doctor Rappaccini y la hermosa Beatrice. En el camino, acertando a pasar junto a una floristería, compró un ramo de flores frescas.
Tras subir a su estancia se sentó cerca de la ventana, pero en la zona de sombra que producía el muro, por lo que podía contemplar el jardín con poco riesgo de ser descubierto. Todo lo que había bajo su vista era soledad. Las extrañas plantas se solazaban al sol, y de vez en cuando asentían suavemente unas a otras, como reconociendo la simpatía y afinidad mutuas. En medio, junto a la fuente derruida, crecía el matorral magnífico en el que se arracimaban las gemas moradas; brillaban en el aire y volvían a relucir en las profundidades del estanque, que parecía así abundar en la radiación coloreada de los ricos reflejos que se sumergían en él. Como hemos dicho, al principio el jardín estaba en soledad. Sin embargo, enseguida —tal como Giovanni había a medias esperado y a medias temido que sucediera— apareció una figura bajo la antigua puerta esculpida que descendió entre las filas de plantas inhalando sus diversos perfumes como si ella misma fuera uno de esos seres de la antigua fábula clásica que vivían de las dulces fragancias. Al contemplar de nuevo a Beatrice, el joven se sobresaltó incluso al darse cuenta de que la belleza de ésta excedía con mucho la que él recordaba. Tan brillante y vivo era su carácter que relucía en medio de la luz del sol, y como Giovanni susurró para sí mismo, iluminaba los intervalos más sombríos del sendero del jardín. El rostro de la joven quedaba ahora más al descubierto que en la ocasión anterior, sorprendiendo a Giovanni su expresión de simplicidad y dulzura: cualidades que no habían entrado en la idea que se había hecho del carácter de la joven, y que hicieron que volviera a preguntarse qué tipo de mortal sería ella. No dejó tampoco de observar, o imaginar, una analogía entre la hermosa joven y el exuberante matorral que dejaba colgar sus flores, como gemas, sobre la fuente: un parecido que Beatrice parecía haberse permitido potenciar con un humor fantástico, tanto en la disposición de su vestido como en la selección de sus tonos.
Al acercarse al matorral abrió los brazos como movidos por un ardor apasionado y abarcó las ramas en un abrazo íntimo, tan íntimo que los rasgos de la joven quedaron ocultos por las hojas y sus bucles dorados se entremezclaron con las flores.
—Dame tu aliento, hermana mía —exclamó Beatrice—, pues con el aire común pierdo el conocimiento. Y dame esta flor tuya que separo con suaves dedos del tallo y coloco junto a mi corazón.
Al decir esas palabras, la hermosa hija de Rappaccini cogió una de las flores más ricas del matorral y fue a prendérsela en su pecho. Y entonces sucedió un incidente singular a no ser que los sentidos de Giovanni se hallaran confundidos por el vino que había ingerido. Un pequeño reptil de color anaranjado, de la especie del lagarto o el camaleón, acertó a deslizarse por el camino a los pies de Beatrice. A Giovanni le pareció —aunque dada la distancia desde la que estaba mirando difícilmente podía haber visto algo tan pequeño— que una gota o dos de humedad del tallo partido de la flor cayeron sobre la cabeza del lagarto. Por un instante el reptil se contorsionó violentamente y luego quedó inmóvil bajo el sol. Beatrice observó el notable fenómeno y se santiguó, tristemente, pero sin sorpresa; no vaciló por ello en colocarse sobre el pecho la flor fatal.
Allí se sonrojó, brillando casi con el efecto resplandeciente de una piedra preciosa, añadiendo a su vestido y aspecto el encantamiento apropiado que ninguna otra cosa en el mundo le habría podido proporcionar. Giovanni, saliendo de la sombra de su ventana, se inclinó hacia adelante y retrocedió, murmuró y tembló.
—¿Estoy despierto? ¿Tengo mis sentidos? —dijo para sí mismo—. ¿Qué es a este ser? ¿Debo decir que es hermosa o inexpresablemente terrible?
Beatrice paseaba descuidadamente por el jardín, y se fue acercando cada vez más hacia la ventana de Giovanni, por lo que éste se vio obligado a sacar la cabeza de donde la ocultaba para gratificar la curiosidad intensa y dolorosa que ella le producía. En ese momento entró por encima del muro del jardín un hermoso insecto; posiblemente había vagado por la ciudad, y no había encontrado flores ni verdor entre las antiguas moradas de los hombres hasta que los potentes perfumes de los matorrales del doctor Rappaccini le atrajeron desde lejos. Sin posarse en las flores, aquella luminosidad alada dio la impresión de ser atraída por Beatrice, por lo que se quedó en el aire aleteando por encima de su cabeza. Lo que sucedió entonces no pudo ser sino la consecuencia de que a Giovanni Guasconti le engañaban sus ojos. Pero en todo caso imaginó que mientras Beatrice miraba el insecto con placer infantil, éste se desvaneció y cayó a sus pies; sus alas brillantes se estremecieron; estaba muerto: sin ninguna causa que Giovanni pudiera discernir, a no ser que fuera la atmósfera del aliento de la joven. Beatrice volvió a santiguarse y suspiró con fuerza mientras se inclinaba sobre el insecto muerto.
Un movimiento impulsivo de Giovanni atrajo la mirada de Beatrice hacia la ventana. Contempló en ella la hermosa cabeza del joven —más una cabeza griega que italiana, de rasgos hermosos y regulares, y de rizos de color oro brillante— que la miraba como un ser suspendido en mitad del aire. Sin darse cuenta apenas de lo que hacía, Giovanni le arrojó el ramo de flores que hasta entonces había tenido en la mano.
—Señora, son flores puras y saludables —dijo él—. Llévelas en nombre de Giovanni Guasconti.
—Gracias, señor —contestó Beatrice con su voz sonora, que parecía brotar como notas musicales, y con una alegre expresión mitad infantil y mitad femenina—. Acepto su regalo, y lo recompensaría con esta preciosa flor morada; pero si se la arrojo en el aire, no llegará hasta usted. Así que el señor Guasconti deberá contentarse con mi agradecimiento.
Levantó ella el ramo desde el suelo y entonces, como avergonzada interiormente por haberse apartado de la reserva propia de una doncella para responder al saludo de un desconocido, cruzó el jardín velozmente en dirección a su casa. Aunque fueron breves los momentos hasta que ella estuvo a punto de desaparecer por la puerta esculpida, le pareció a Giovanni que su hermoso ramo empezaba ya a marchitarse en las manos de Beatrice. Fue un pensamiento absurdo; a tan gran distancia no había ninguna posibilidad de distinguir entre una flor fresca y otra marchita.
Durante muchos días, desde aquel incidente, el joven evitó la ventana que daba al jardín del doctor Rappaccini, como si su vista hubiera podido ser atacada por algo feo y monstruoso de haberse atrevido a mirar. Se daba cuenta de que, en cierta medida, se había colocado bajo la influencia de un poder incomprensible por la comunicación que había abierto con Beatrice. De haber estado su corazón en un verdadero peligro lo más prudente hubiera sido abandonar enseguida sus alojamientos, e incluso Padua; en orden de prudencia lo siguiente habría sido acostumbrarse, lo más posible, a la visión familiar de Beatrice a la luz del día: ello la colocaría rígida y sistemáticamente dentro de los límites de la experiencia ordinaria. Y lo menos prudente de todo, aun evitando verla, sería que Giovanni permaneciera tan cerca de aquel ser extraordinario que la proximidad, incluso la posibilidad de una relación, dieran una especie de sustancia y realidad a las ensoñaciones desbocadas que su imaginación liberada producía continuamente. Guasconti no tenía un corazón profundo; o en todo caso su profundidad no había sido sondeada todavía; pero tenía una fantasía rápida y un ardiente temperamento meridional que a cada instante se levantaba hasta alcanzar una altura elevada y enfebrecida. Poseyera o no Beatrice esos atributos terribles, el aliento fatal, la afinidad con esas flores tan hermosas y mortales que indicaba lo que Giovanni había presenciado, al menos había instilado en su sistema un veneno cruel y sutil. No era amor, aunque la gran belleza de la joven le enloquecía; no era horror, aunque imaginara él que el espíritu de Beatrice estuviera imbuido de la misma esencia fatal que parecía invadir su cuerpo físico; sino que era un resultado salvaje al mismo tiempo del amor y el horror en él instalados, y que el uno quemaba y el otro estremecía. No sabía Giovanni qué era lo que debía temer; menos todavía sabía qué podía esperar; pero esperanza y temor libraban una lucha continua en su pecho, alternativamente venciendo el uno al otro para empezar de nuevo y renovar la contienda. ¡Benditas sean todas las emociones simples, sean éstas oscuras o brillantes! Es la mezcla misteriosa de ambas lo que produce el brillo que ilumina las regiones infernales.
A veces intentaba mitigar la fiebre de su espíritu dando un rápido paseo por las calles de Padua, o incluso más allá de sus puertas: acordaba sus pasos con las palpitaciones de su cerebro, por lo que el paseo podía acelerarse convirtiéndose en una carrera. Un día le detuvieron; le cogió del brazo un personaje corpulento que se había dado la vuelta al reconocer al joven y que se había quedado casi sin aliento al perseguirle.
—¡Señor Giovanni! ¡Un momento, mi joven amigo! —gritó—. ¿Es que se ha olvidado de mí? Podría ser si hubiera cambiado yo tanto como usted.
Era Baglioni, a quien Giovanni había evitado desde su primer encuentro, pues temía que la sagacidad del profesor escudriñara profundamente en sus secretos.
Esforzándose por recuperarse, se quedó mirando desde su mundo interior hacia el exterior, y habló como un hombre que lo hace desde un sueño.
—Sí, soy Giovanni Guasconti. Usted es el profesor Pietro Baglioni. ¡Por favor, déjeme pasar!
—Aún no, aún no, señor Giovanni Guasconti —contestó sonriendo el profesor, al tiempo que escrutaba con una mirada seria al joven—. ¿Cómo? ¿Yo que crecí al lado de su padre voy a dejar que el hijo pase junto a mí como un desconocido por estas calles de Padua? Un momento, señor Giovanni, pues tenemos que cambiar una o dos palabras antes de despedimos.
—Hágalo velozmente entonces, mi venerado profesor, velozmente —replicó Giovanni con impaciencia febril—. ¿No se da cuenta su señoría de que voy apresurado? Mientras hablaba apareció en la calle un hombre vestido de negro, inclinado y que se movía débilmente, como una persona con escasa salud.
Su rostro era de un color amarillento y enfermizo, pero estaba tan invadido por una expresión de comprensión activa y penetrante que un observador podría fácilmente no haber tenido en cuenta los simples atributos físicos para ver tan sólo esa energía maravillosa. Al pasar esa persona intercambió un saludo frío y distante con Baglioni, aunque fijó la mirada en Giovanni con una intensidad que pareció extraer de él todo lo que mereciera la pena ser notado. Había sin embargo una quietud peculiar en la mirada, como si tuviera un simple interés especulativo, no humano, por el joven.
—¡Es el doctor Rappaccini! —susurró el profesor cuando el otro hubo pasado—. ¿Habías visto su rostro antes?
—No que yo sepa —contestó Giovanni sobresaltándose con aquel nombre.
—¡Pues él le ha visto! ¡Tiene que haberle visto! —contestó presuroso Baglioni—.Con algún fin, este hombre de ciencia le está estudiando. ¡Conozco esa mirada! Es la misma que ilumina fríamente su rostro cuando se inclina sobre un pájaro, un ratón o una mariposa que ha matado con el perfume de una flor al realizar algún experimento; una mirada tan profunda como la propia Naturaleza, pero sin el amor cálido de ésta. ¡Señor Giovanni, apuesto mi vida en ello, es usted el sujeto de uno de los experimentos de Rappaccini!
—¿Es que quiere burlarse de mí? —preguntó apasionadamente Giovanni—. Ése sería un experimento funesto, señor profesor.
—¡Paciencia, paciencia! —contestó imperturbable el profesor—. Le diré, mi pobre Giovanni, que Rappaccini tiene un interés científico por usted. ¡Ha caído usted en sus temibles manos! Y la señora Beatrice, ¿qué papel representa en este misterio?
Pero Guasconti se despidió allí mismo, pues le resultaba intolerable la pertinacia de Baglioni, y se marchó antes de que el profesor pudiera volver a retenerle por el brazo. Éste se quedó mirando con intensidad al joven, y sacudió la cabeza.
—No puedo permitirlo —dijo Baglioni para sí mismo—. El joven es hijo de mi viejo amigo y no sufrirá ningún daño del que puedan protegerle los secretos de la ciencia médica. Además, qué insufrible la impertinencia de Rappaccini al quitarme al muchacho de mis propias manos, podría decirlo así, y utilizarlo para sus experimentos infernales. ¡Esa hija suya! Habrá que vigilarla. ¡A lo mejor, mi sapientísimo Rappaccini, puedo frustrar sus intenciones donde menos lo espera!
Giovanni había proseguido entretanto su paseo circular, que finalmente le llevó ante la puerta de su casa. Al cruzar el umbral se encontró con la anciana Lisabetta, que sonreía afectadamente, y evidentemente deseaba atraer la atención del joven; en vano, sin embargo, pues la ebullición de los sentimientos de éste se había convertido momentáneamente en una vacuidad fría y apagada. Volvió sus ojos directamente al rostro marchito que se arrugaba tratando de convertirse en una sonrisa. Pero no pareció contemplarlo. Por ello la anciana dejó de sujetarle el abrigo.
—¡Señor, señor! —le susurró todavía con una amplia sonrisa en el rostro, que no parecía distinto de una grotesca talla de madera oscurecida por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una entrada privada al jardín!
—¿Cómo dice? —exclamó Giovanni dándose la vuelta rápidamente, como si algo inanimado hubiera empezado a tener una vida febril—. ¿Una entrada privada al jardín del doctor Rappaccini?
—¡Calle, calle! ¡No tan alto! —susurró Lisabetta llevando una mano a la boca del joven—. Sí, al jardín del excelentísimo doctor, donde podrá ver todas sus hermosas plantas. Muchos jóvenes de Padua darían oro para ser admitidos entre esas flores.
Giovanni puso una moneda de oro en su mano.
—Muéstreme el camino —dijo.
Cruzó su mente la sospecha, provocada probablemente por la conversación con Baglioni, de que esa mediación de Lisabetta quizás estuviera relacionada con la intriga, fuera ésta de la naturaleza que fuera, en la que el profesor parecía suponer que el doctor Rappaccini le estaba comprometiendo. Pero aunque esa sospecha inquietara a Giovanni, no bastó para detenerle. En el momento en que se dio cuenta de la posibilidad de acercarse a Beatrice, le pareció que hacerlo era una necesidad absoluta de su existencia. No importaba que fuera ella ángel o demonio; él estaba irrevocablemente dentro de la esfera de ella, y debía obedecer la ley que le impulsaba hacia adelante en círculos, cada vez menores, hacia un resultado que no intentaba presagiar. Y sin embargo, aunque sea extraño decirlo, dudó de pronto si ese intenso interés por su parte no sería engañoso; como si fuera realmente de una naturaleza tan profunda y positiva que justificara el que él mismo se arrojara hasta colocarle en una posición cuyas consecuencias no podía calcular; si no sería simplemente la fantasía de un cerebro joven, sólo ligeramente conectada con su corazón...
Se detuvo, vaciló, casi se dio la vuelta, pero después siguió avanzando. Su anciana guía le condujo a lo largo de varios oscuros pasillos y finalmente abrió una puerta por la que entró la vista y el sonido de las hojas crujientes, con la luz del sol descompuesta brillando entre ellas. Giovanni entró, y abriéndose paso entre la maraña de un matorral que dejaba caer los zarcillos encima de la entrada oculta, se situó bajo su ventana, al aire libre en el jardín del doctor Rappaccini.
¡Con cuánta frecuencia sucede que cuando lo imposible pasa y los sueños han condensado su sustancia neblinosa en realidades tangibles, nos descubrimos tranquilos, incluso con un frío control de nosotros mismos, en circunstancias que de haberlas anticipado habrían provocado un delirio de gozo o agonía! Al destino le gusta frustrarnos de ese modo. La pasión elegirá su propio momento para entrar presurosa en escena, y permanece perezosamente atrás cuando la adecuada reunión de acontecimientos parecería invocar su aparición. Así le sucedía entonces a Giovanni. Un día tras otro le había latido el pulso con sangre enfebrecida ante la idea improbable de una entrevista con Beatrice, y de estar con ella, cara a cara, en ese mismo jardín, solazándose ante la luz solar oriental de su belleza, y extrayendo de la mirada de ella el misterio que él consideraba era el enigma de su existencia. Pero ahora había en su pecho una ecuanimidad singular e inoportuna. Miró a su alrededor, en el jardín, para descubrir si estaban allí Beatrice o su padre, y al darse cuenta de que estaba solo comenzó a observar críticamente las plantas.
Le desagradó el aspecto de todas y cada una de ellas; su vistosidad parecía salvaje, apasionada, incluso innatural. Apenas sí había una planta que un paseante al cruzar un bosque no se habría sorprendido de encontrar creciendo por sí misma, como si desde la espesura le hubiera mirado un rostro sobrenatural. Varias de ellas habrían desagradado a un instinto delicado por su apariencia de artificiosidad, indicativa de que había habido tal mezcla, y por así decirlo adulterio, de diversas especies vegetales que el producto ya no era obra de Dios, sino el descendiente monstruoso de la fantasía depravada del hombre, que sólo brillaba con una burla maligna de la belleza.
Probablemente eran resultado del experimento, que en uno o dos casos había logrado combinar plantas que individualmente eran atractivas en un compuesto que poseía el carácter cuestionable y ominoso que distinguía a todo lo que crecía en el jardín. En resumen, Giovanni sólo reconoció dos o tres plantas de la colección, y éstas eran de un tipo que él sabía bien que era venenoso. Mientras se hallaba atareado en esa contemplación escuchó el crujido de una prenda de seda, y al darse la vuelta contempló a Beatrice, que salía por la puerta esculpida.
Giovanni no había meditado acerca de cuál debía ser su conducta; si debía excusarse por haberse entrometido en el jardín, o suponer que estaba allí al menos con el permiso del doctor Rappaccini o su hija, o por deseo de uno de ellos; pero la actitud de Beatrice le hizo tranquilizarse, aunque fortaleció sus dudas acerca de los medios por los que había sido admitido. Ella se acercó por el camino y se y encontró con él cerca de la fuente rota. Había sorpresa en su rostro, pero animada por una expresión simple y amable de placer.
—Es usted un aficionado a las flores, señor —dijo Beatrice con una sonrisa, aludiendo al ramo que le había lanzado desde la ventana—. No es sorprendente por tanto que la vista de la rara colección de mi padre le haya tentado a verla más de cerca.
Si estuviera él aquí podría contarle muchos hechos extraños e interesantes acerca de la naturaleza y los hábitos de estas plantas; pues ha empleado una vida entera en esos estudios, y este jardín es su mundo.
—Y usted, señora —comentó Giovanni—, si la fama es cierta... también usted tiene una gran habilidad en las virtudes indicadas por estas ricas flores y perfumes especiados. Si se dignara a ser mi maestra demostraría ser un alumno más aplicado que si me enseñara el propio señor Rappaccini.
—¿Esos ociosos rumores corren? —preguntó Beatrice con la música de una agradable risa—. ¿Dice la gente que soy habilidosa en la ciencia de las plantas de mi padre? ¡Qué gran broma! No, aunque he crecido entre esas flores no conozco de ellas más que sus colores y perfumes; y creo que a veces me liberaría de buena gana incluso de ese pequeño conocimiento. Hay muchas flores aquí, y las hay que, no siendo las menos brillantes, me desagradan y ofenden cuando las veo. Pero señor, le ruego que no crea en esas historias sobre mi ciencia. No crea nada de mí que no vea con sus propios ojos.
—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis ojos? —preguntó Giovanni
enfáticamente mientras retrocedía al recordar antiguas escenas—. No, señora, exige muy poco de mí. Ordéneme que no crea otra cosa que lo que sale de sus labios.
Dio la impresión de que Beatrice le había entendido. Un rubor profundo cubrió sus mejillas, pero miró directamente a Giovanni a los ojos y respondió a la mirada de inquieta sospecha de éste con una altivez de reina.
—Entonces así se lo ordeno, señor —contestó ella—. Olvide todo lo que pueda haber imaginado respecto a mí. Aunque sea cierto para los sentidos exteriores, seguirá siendo falso en su esencia; pero las palabras que salen de los labios de Beatrice Rappaccini son ciertas desde la profundidad del corazón hacia afuera. Ésas, puede creerlas.
Un fervor brilló en todo su aspecto e iluminó la conciencia de Giovanni como la propia luz de la verdad. Mientras ella hablaba había una fragancia en la atmósfera que la rodeaba, rica y deliciosa aunque evanescente, pero que el joven, por una desgana indefinible, apenas se atrevía a introducir en sus pulmones. Podía ser el olor de las flores. ¿Podía ser que el aliento de Beatrice embalsamaba sus palabras con una riqueza extraña, como si las hubiera empapado en su corazón?
Un desfallecimiento pasó como una sombra sobre Giovanni y se alejó; le pareció mirar a través de los ojos de la hermosa joven hasta su alma transparente, y ya no hubo más dudas ni miedos.
Desapareció el matiz de cólera que había dado color a la actitud de Beatrice; se volvió alegre y dio la impresión de extraer un placer puro de su comunión con el joven, no diferente al que habría sentido la doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo civilizado. Era evidente que su experiencia de la vida se había confinado a los límites de ese jardín. Habló entonces de asuntos tan simples como la luz del día o las nubes del verano, le hizo preguntas acerca de la ciudad, o la distante casa de Giovanni, sus amigos, su madre y sus hermanas; preguntas que indicaban tal apartamiento y tal falta de familiaridad con los modos y las formas que Giovanni le respondió como si lo hiciera con un niño. El espíritu de ella se vertió ante él como un fresco arroyo que estuviera viendo por primera vez la luz del sol y preguntándose por los reflejos de la tierra y el cielo que se precipitaban en su fondo. Había también pensamientos de una fuente profunda, y fantasías de un brillo semejante al de las gemas, como si entre las burbujas de la fuente centellearan hacia arriba diamantes y rubíes. Con frecuencia cruzaba la mente del joven una sensación de maravilla de que estuviera caminando al lado de ese ser que tanto había afectado a su imaginación, al que había idealizado con esos tonos de terror, en el que había presenciado claramente tales manifestaciones de terribles atributos... se maravillaba de que estuviera conversando con Beatrice como un hermano, y de encontrarla tan humana y virginal.
Pero tales reflexiones eran sólo momentáneas; el efecto del carácter de ella era demasiado real como para no familiarizarse enseguida con él. Habían estado paseando por el jardín en esa libre relación, y tras muchas vueltas por sus avenidas llegaron hasta la fuente en ruinas junto a la que crecía la magnífica planta con su tesoro de flores relucientes. Se difundía desde ella una fragancia que Giovanni reconoció idéntica a la que había atribuido al aliento de Beatrice, aunque incomparablemente más poderosa. Giovanni vio que en cuanto los ojos de Beatrice se posaron en la planta se apretó el pecho con la mano, como si de pronto el corazón le latiera dolorosamente.
—Por primera vez en mi vida te había olvidado —murmuró Beatrice dirigiéndose a la planta.
—Señora, le recuerdo que una vez me prometió recompensarme con una de esas gemas vivas por el ramo que tuve la feliz audacia de lanzar a sus pies —dijo Giovanni—. Permítame arrancarla ahora como recuerdo de esta entrevista.
Dio un paso hacia la planta con la mano extendida, pero Beatrice se abalanzó hacia él lanzando un grito que traspasó el corazón del joven como si fuera una daga. Cogió la mano de Giovanni y la apartó con toda la fuerza de su esbelta figura. El contacto emocionó a Giovanni a través de todas sus fibras.
—¡No la toque! —exclamó ella con voz agónica—. ¡Por su vida, no lo haga, es funesta!
Entonces, escondiendo el rostro, huyó de él y desapareció bajo la puerta esculpida. Mientras Giovanni la seguía con los ojos contempló la figura demacrada y la inteligencia pálida del doctor Rappaccini, que había estado observando la escena, aunque Giovanni no sabía desde hacía cuánto, desde las sombras de la entrada. En cuanto Guasconti estuvo a solas en su cama, la imagen de Beatrice regresó a sus apasionadas meditaciones investida con toda la magia de la que se había ido rodeando desde la primera vez que la vio, e imbuida también ahora con la calidez tierna de su feminidad juvenil. Era humana, su naturaleza estaba dotada con todas las cualidades amables y femeninas; era la más digna de ser venerada; y seguramente, por su parte, era capaz de las alturas y el heroísmo del amor. Aquellas prendas que hasta ahora él había considerado como prueba de una temible peculiaridad en su sistema moral y físico, o bien habían sido olvidadas o, por el sutil engaño de la pasión transmitido a una corona dorada de encantamiento, volvían a Beatrice más admirable por cuanto que era más única. Todo lo que hubiera considerado feo, ahora era hermoso; y si se sentía incapaz de tal cambio, desaparecía y se ocultaba entre aquellas informes ideas que pueblan la región oscura más allá de la luz diurna de nuestra conciencia perfecta. Así pasó la noche, sin dormirse hasta que el amanecer había empezado a despertar las flores dormidas del jardín del doctor Rappaccini, donde sin duda condujeron a Giovanni sus sueños. Se elevó el sol a su debido tiempo y, lanzando sus rayos sobre los párpados del joven, le despertó con una sensación dolorosa. Cuando estuvo bien despierto se dio cuenta de un dolor ardiente y cosquilleante en su mano, la mano derecha, la misma mano que había tocado Beatrice con la suya cuando estuvo a punto de arrancar una de las flores. En el dorso de esa mano tenía ahora una huella morada, como la de cuatro pequeños dedos, y la semejanza de un pulgar delgado en la muñeca.
Ay, qué tenaz es el amor; o incluso ese astuto parecido al amor que florece en la imaginación, sin que tenga raíces profundas en el corazón; ¡qué tenazmente mantiene la fe hasta que llega el momento en que se ve condenada a desaparecer en la delgada niebla! Giovanni envolvió la mano con un pañuelo y se preguntó qué le habría picado, olvidándose pronto del dolor en medio de una ensoñación con Beatrice. Tras la primera entrevista, una segunda era el resultado inevitable de lo que llamamos destino. Una tercera; una cuarta; y una reunión con Beatrice en el jardín no era ya un incidente en la vida diaria de Giovanni, sino el único espacio en el que podía decir que estaba vivo; pues la anticipación y el recuerdo de esa horade éxtasis constituían el resto del tiempo. No otra cosa le sucedía a la hija de Rappaccini. Ella aguardaba la aparición del joven y corría a su lado con una confianza tan carente de reservas como si hubieran sido compañeros de juego desde la primera infancia... y como si siguieran siéndolo todavía. Si por una casualidad inusitada dejaba él de presentarse en el momento designado, ella se quedaba bajo la ventana y enviaba hacia arriba la rica dulzura de sus tonos, que flotaban alrededor de Giovanni en su cámara y reverberaban y formaban ecos en su corazón: «¡Giovanni, Giovanni! ¿Por qué te retrasas? ¡Baja!» Y él bajaba presurosamente a ese edén de flores venenosas.
Pero, a pesar de toda esa familiaridad íntima, seguía habiendo una reserva en la conducta de Beatrice, sostenida con tanta rigidez e invariabilidad que la idea de infringirla apenas si cruzaba por la imaginación de Giovanni. Por todos los signos apreciables, se amaban; habían visto en los ojos del otro ese amor que transmite el secreto sagrado desde las profundidades de un alma hasta las profundidades de la otra, como si fuera demasiado sagrado para ser siquiera susurrado; incluso habían hablado de amor en esos arranques de pasión, cuando sus espíritus se lanzaban en un aliento articulado como lenguas de una llama largo tiempo oculta; y sin embargo no lo habían sellado con los labios, no se habían cogido de las manos, no se habían hecho ni la más ligera de esas caricias que el amor reclama y santifica. Él no había tocado nunca ni uno solo de los bucles relucientes de sus cabellos; el vestido de Beatrice jamás le había rozado a él movido por la brisa, tan notable era la barrera física existente entre los dos.
En las raras ocasiones en las que Giovanni pareció intentar traspasar el límite, Beatrice se puso tan triste, tan severa, y expresó además una mirada de tan desolada separación, estremeciéndose, que no hizo falta pronunciar ninguna palabra para apartarle. En esos momentos él se sobrecogía por las horribles sospechas que surgían, como monstruos, de las cavernas de su corazón, y le miraban al rostro; su amor menguaba y se deshacía como la niebla de la mañana, sólo sus dudas tenían sustancia. Pero cuando volvía a brillar el rostro de Beatrice tras la sombra momentánea, se transformaba de inmediato de ese ser misterioso y cuestionable al que él había contemplado con tanto temor y horror, volvía a ser la joven hermosa y sin sofisticación a la que el espíritu de Giovanni creía conocer con una certeza que estaba más allá de todo otro conocimiento.
Había pasado mucho tiempo desde el último encuentro de Giovanni con Baglioni. Pero una mañana aquél se vio desagradablemente sorprendido por una visita del profesor, en quien apenas había pensado durante varias semanas, y a quien de buena gana habría seguido olvidando mucho más. Entregado como había estado a una excitación que todo lo invadía, no podía tolerar compañía salvo a condición de que mostrara una simpatía absoluta con sus sentimientos presentes. Y no cabía esperar dicha simpatía del profesor Baglioni. El visitante charló descuidadamente durante unos momentos acerca de los rumores de la ciudad y de la Universidad, y después abordó otro tema.
—Últimamente he estado leyendo a un viejo autor clásico —dijo el profesor—, y he encontrado una historia que me ha interesado extrañamente. Es posible que la recuerde. Es la de un príncipe indio que envió una hermosa mujer como regalo a Alejandro Magno. Era tan encantadora como el amanecer, y tan exuberante como la puesta de sol; pero lo que la distinguía especialmente era un rico perfume en su aliento: más rico que el de un jardín de rosas persas. Alejandro, como era natural en un conquistador juvenil, se enamoró de esa magnífica extranjera nada más verla; pero acertando a estar presente un médico sabio descubrió en ella un secreto terrible.
—¿Y cuál era? —preguntó Giovanni bajando la mirada para evitar la del profesor.
—Que esa encantadora mujer había sido alimentada con venenos desde su nacimiento —siguió contando enfáticamente Baglioni—, hasta que su naturaleza entera se vio tan imbuida por ellos que ella misma se había convertido en el veneno más mortal que existía. El veneno era el elemento de su vida. Con ese rico perfume de su aliento, marchitaba el aire mismo. El amor a la joven habría sido venenoso' abrazarla, mortal. ¿No es una historia maravillosa?
—Una fábula infantil —respondió Giovanni mirándole nervioso desde su silla—.Me maravilla que su excelencia encuentre tiempo para leer esas tonterías entre sus estudios más serios.
—A propósito —añadió el profesor mirando con inquietud hacia el joven—. ¿Qué fragancia singular hay en su apartamento? ¿Es el perfume de sus guantes?' Es débil, pero deliciosa; y sin embargo, en absoluto agradable. Temo que si la respirara mucho tiempo enfermaría. Es como el perfume de una flor, aunque no, veo flores en la cámara.
—No hay ninguna —contestó Giovanni, que había ido palideciendo conforme: hablaba el profesor—. Y tampoco creo que haya fragancia alguna salvo en la imaginación de su excelencia. Los olores, por ser una especie de elemento combinado de lo sensual y lo espiritual, pueden engañarnos de ese modo. El recuerdo de, un perfume, simplemente la idea de él, puede tomarse erróneamente por una realidad.
—Cierto, pero mi imaginación sobria no suele hacerme esos trucos —contestó Baglioni—. Y si fuera a fantasear yo con algún olor, sería el de alguna vil droga: de boticario, de la que probablemente estarían imbuidos mis dedos. Nuestro amigo Rappaccini, tal como he oído, tinta sus medicamentos con olores más ricos que los de Arabia. Asimismo, sin duda, la hermosa e ilustrada señora Beatrice debe administrar a sus pacientes dosis tan dulces como el aliento de una doncella. ¡Pero' desdichado aquél que las tome!
El rostro de Giovanni evidenciaba muchas emociones enfrentadas. El tono con el que el profesor aludía a la pura y encantadora hija de Rappaccini era una tortura para su alma; sin embargo, la insinuación de una opinión sobre el carácter de la joven opuesta a la que él tenía daba claridad instantánea a mil sospechas oscuras que ahora se reían de él como múltiples demonios. De modo que se esforzó duramente por acallarlas y responder a Baglioni con la fe absoluta de un verdadero amante.
—Señor profesor —le dijo—. Fue usted amigo de mi padre, y quizás sea también su propósito representar un papel amigable para con su hijo. No puedo sentir hacia usted nada que no sea respeto y deferencia; pero le ruego que observe, señor, que hay un tema sobre el que no debemos hablar. No conoce usted a la señora Beatrice. No puede calcular por tanto el error, me atrevo incluso a decir la blasfemia, que se le hace a su carácter con una palabra ligera o injuriosa.
—¡Giovanni! ¡Mi pobre Giovanni! —respondió el profesor con una tranquila expresión de piedad—. Conozco a esa pobre joven mucho mejor que usted. Oirá la verdad respecto al envenenador Rappaccini y su venenosa hija; sí, tan venenosa como bella. Escuche, pues aunque hiciera violencia a mis cabellos grises, ello no me haría callar. Esa vieja fábula de la mujer india se ha hecho verdad merced a una ciencia profunda y mortal de Rappaccini en la persona de la encantadora Beatrice.
Giovanni gimió y escondió el rostro.
—Su padre —siguió diciendo Baglioni—, no se vio reprimido por el afecto natural de ofrecer a su hija, de esa manera horrible, como víctima de su loco amor por la ciencia; pues hagámosle justicia, es un hombre de ciencia tan auténtico como el que destiló nunca su propio corazón en un alambique. ¿Cuál, entonces, será su destino? Más allá de toda duda ha sido seleccionado usted como el material de un experimento nuevo. Quizás el resultado sea la muerte; quizás un destino más horrible todavía.
Rappaccini, teniendo ante su vista lo que él llama el interés por la ciencia, no vacilará ante nada.
—Es un sueño —murmuró Giovanni para sí—. Seguramente es un sueño.
—Pero alégrese, hijo de mi amigo —siguió diciendo el profesor—. Todavía no es demasiado tarde para ser rescatado. Posiblemente incluso consigamos todavía colocar a esa desgraciada hija dentro de los límites de la naturaleza ordinaria, de la que la ha apartado la locura del padre. ¡Contemple este pequeño frasco plateado! Fue forjado por las manos del famoso Benvenuto Cellini, y es digno de ser un regalo de amor para la dama más hermosa de Italia. Pero su contenido es más valioso. Un pequeño sorbo de este antídoto volvería inofensivo el veneno más virulento de los Borgia. No dude de que será eficaz contra los de Rappaccini. Entregue el jarro, y el precioso líquido que contiene, a su Beatrice, y aguardemos esperanzados el resultado.
Baglioni puso sobre la mesa un pequeño frasco de plata exquisitamente forjado y se retiró, dejando que lo que había dicho produjera su efecto en la mente del joven.
«Todavía venceremos a Rappaccini», pensó, sonriendo para sí, mientras descendía las escaleras. «Pero confesemos la verdad acerca de él, es un hombre maravilloso: un hombre verdaderamente maravilloso. Un vil empírico, sin embargo, en su práctica, que por tanto no debe ser tolerado por quienes respetan las buenas y viejas normas de la profesión médica».
Tal como ya dijimos, a lo largo de toda su relación con Beatrice, Giovanni se había visto acosado ocasionalmente por oscuras conjeturas acerca del carácter de aquélla; sin embargo la había sentido tan plenamente como una criatura simple, natural, afectiva y sin culpa, que la imagen que le había presentado el profesor Baglioni le parecía tan increíble y extraña como si no estuviera de acuerdo con su propia idea original. Cierto que había recuerdos horribles relacionados con las primeras veces que vislumbró a la hermosa joven; no se podía olvidar totalmente del ramo que se marchitó en sus manos, ni del insecto que pereció en el aire soleado, sin que hubiera ninguna causa visible salvo la fragancia del aliento de Beatrice. Sin embargo esos incidentes se disolvían en la luz pura del carácter de la joven, no tenían ya la eficacia de los hechos, sino que eran reconocidos como fantasías equívocas aunque parecieran poder ser substanciadas por el testimonio de los sentidos. Hay algo más cierto y real que lo que podemos ver con los ojos y tocar con los dedos. En esa evidencia mejor había fundamentado Giovanni su confianza en Beatrice, aunque más por la necesaria fuerza de los elevados atributos de ésta que por una fe profunda y generosa por parte de Giovanni. Pero ahora el espíritu de éste era incapaz de mantenerse a la altura a la que lo había elevado el primer entusiasmo de la pasión; cayó humillado entre las dudas terrenales, y manchó así el blanco puro de la imagen de Beatrice. No es que renunciara a ella; sólo que desconfiaba.
Decidió planear alguna prueba decisiva que le dejara satisfecho, de una vez por todas, acerca de si había esas peculiaridades terribles en la naturaleza física de Beatrice que suponía no podían existir sin alguna correspondiente monstruosidad del alma. Al mirar desde lejos, sus ojos podían haberle engañado respecto al lagarto, el insecto y las flores; pero si a la distancia de unos pasos pod contemplar que se marchitaba repentinamente una flor fresca y saludable en 1 manos de Beatrice, ya no habría lugar a más investigaciones. Con esa idea apresuró a la floristería y compró un ramo en el que brillaban todavía como gotas de rocío de la mañana.
Era la hora habitual de su conversación diaria con Beatrice. Antes de bajar jardín Giovanni no dejó de contemplarse en el espejo, una vanidad que era de esperar en un joven guapo, pero que al producirse en ese momento enfebrecido inquietud, era señal de cierta superficialidad del sentimiento y falta de sinceridad del carácter. Se contempló, sin embargo, y se dijo a sí mismo que sus rasgos nun habían tenido tanta gracia, ni sus ojos tanta vivacidad, ni había habido en su mejillas un tono tan cálido de abundancia de vida.
«Al menos su veneno no se ha insinuado todavía en mi sistema», pensó. «Ni soy una flor que perezca con su contacto.»
Con ese pensamiento volvió la vista hacia el ramo, que no había soltado. Un estremecimiento de indefinible horror cruzó su cuerpo al darse cuenta de que esas flores frescas empezaban ya a inclinarse; tenían el aspecto de las flores que sólo, ayer habían sido frescas y atractivas. Giovanni quedó tan blanco como el mármol y permaneció en pie e inmóvil ante el espejo, mirando su propio reflejo como la semejanza de algo temible. Se acordó del comentario de Baglioni acerca de la: fragancia que parecía invadir la estancia. ¡Debía ser el veneno de su propio aliento!, Y entonces se estremeció, se estremeció de sí mismo. Recuperándose del estupor, empezó a observar con curiosidad una araña que se atareaba en tejer su red desde la cornisa de la estancia, cruzando y volviendo a cruzar el ingenioso sistema de líneas entretejidas, con el vigor y la actividad de una araña colgada desde un antiguo techo. Giovanni se inclinó hacia el insecto y lanzó sobre él un suspiro profundo y largo. La araña dejó su tarea inmediatamente; la red vibró con un temblor que se, originaba en el cuerpo del pequeño artesano. De nuevo Giovanni envió su aliento, más profundo y más largo, imbuido con un sentimiento venenoso que surgía de su corazón: no sabía si lo hacía por perversidad, o sólo por desesperación. La araña, movió convulsamente sus patas y colgó muerta junto a la ventana.
—¡Desventurado de mí! —murmuró Giovanni dirigiéndose a sí mismo—. ¿Tan venenoso me he vuelto que este insecto ha perecido por mi aliento?
En ese momento ascendió flotando desde el jardín una voz dulce.
—¡Giovanni, Giovanni! ¡Ya ha pasado la hora! ¿Qué te retrasa? ¡Baja!
—Sí —volvió a murmurar Giovanni—. ¡Ella es el único ser a quien mi aliento no matará! ¡Ojalá fuera así!
Bajó corriendo y un instante después estaba ante los brillantes y amorosos ojos de Beatrice. Un momento antes su cólera y desesperación habían sido tan poderosas; que habría deseado marchitarla a ella con una mirada; pero con la presencia real de la joven venían influencias que tenían una existencia demasiado real para desprenderse de ellas: recuerdos del poder delicado y benigno de su naturaleza femenina, que tantas veces le había envuelto en una religiosa calma; recuerdos de sagradas y apasionadas efusiones del corazón de Beatrice, cuando la fuente pura'' había sido abierta en sus profundidades y se había vuelto visible, en su transparencia, para los ojos de la mente de Giovanni; recuerdos que si Giovanni hubiera sabido cómo apreciar, habrían hecho que se tranquilizara pensando que aquel horrible misterio no era más que una ilusión terrenal, y que con independencia de cuál fuera la niebla maligna que parecía reunirse alrededor de ella, la auténtica Beatrice era un ángel celestial. Pero aunque era incapaz de mantener una fe tan elevada, todavía la presencia de ella no había perdido totalmente la magia. La rabia de Giovanni se mitigó, convirtiéndose en una apagada insensibilidad. Beatrice, con un sentido espiritual rápido, comprendió inmediatamente que había un vacío de negrura entre ellos, que ni ella ni él podían traspasar. Pasearon juntos, tristes y silenciosos, y llegaron así a la fuente de mármol y al estanque de agua, en medio del cual crecía la planta que daba las flores parecidas a gemas. Giovanni se asustó del placer apremiante, podríamos decir del apetito, con el que se dio cuenta de que estaba inhalando la fragancia de las flores.
—Beatrice —preguntó abruptamente—. ¿De dónde procede esta planta?
—La creó mi padre —contestó ella con simplicidad.
—¿La creó? ¿Cómo que la creó? —repitió Giovanni—. ¿Qué quieres decir, Beatrice?
—Es un hombre que tiene un conocimiento terrible de los secretos de la Naturaleza —contestó Beatrice—. Y en el momento que yo respiré por primera vez, esta planta brotó del suelo, la hija de su ciencia y de su intelecto, mientras yo era su hija terrenal. ¡No te acerques a ella! —añadió viendo con terror que Giovanni estaba cada vez más cerca de la planta—. Tiene cualidades que ni tú podrías soñar. Pero yo, mi queridísimo Giovanni, crecí y florecí con la planta, y me alimenté de su aroma. Era mi hermana y la amaba con afecto humano. ¡Pero ay! ¿No lo habías sospechado? Existe un destino terrible.
En ese momento Giovanni la miró con el ceño fruncido y tan oscuramente que ella se detuvo y tembló. Pero la fe que tenía en la ternura del joven la tranquilizó, y se sonrojó por haber dudado un solo instante.
—Hay un destino terrible —siguió diciendo Beatrice—. El efecto del amor fatal de mi padre por la ciencia, que me apartó del contacto con todos los de mi especie. ¡Hasta que el cielo te envió a ti, mi querido Giovanni, qué sola estaba tu pobre Beatrice!
—¿Era un destino grave? —preguntó Giovanni fijando en ella los ojos.
—Sólo últimamente me di cuenta de lo grave que era —contestó ella con ternura—. Ay, sí, pero mi corazón era torpe, y por tanto estaba tranquilo.
La rabia de Giovanni rompió desde su oscuridad como un relámpago sale de una nube oscura.
—¡Maldición! —gritó él con cólera y desprecio venenosos—. ¡Y como la soledad te resultaba fatigosa, me has separado también de toda la calidez de la vida, llevándome a tu región de horror inexpresable!
—¡Giovanni! —exclamó Beatrice apartando sus grandes ojos brillantes del rostro del joven. La fuerza de las palabras de éste no se había abierto camino en la mente de Beatrice; estaba simplemente sobrecogida.
—¡Sí, ser venenoso! —repitió Giovanni para sí mismo con pasión—. ¡Tú lo has hecho! ¡Tú me has condenado! ¡Tú has llenado mis venas de veneno! ¡Tú me has hecho tan odioso, tan horrible, tan repugnante y mortal como tú misma, una horrible monstruosidad del mundo! ¡Pero si nuestro aliento, por fortuna, es tan fatal Para nosotros como para los demás, unamos los labios en un beso de odio inexpresable y muramos!
—¿Qué me ha sucedido? —murmuró Beatrice con un gemido bajo que le salía del corazón—. ¡Santa Virgen, ten piedad de mí, de una pobre niña con el corazón roto!
—Tú, ¿rezas tú? —gritó Giovanni, todavía con el mismo malvado desprecio—. Tus oraciones incluso, al salir de tus labios, tiñen de muerte la atmósfera. ¡Sí, sí, recemos! ¡Vayamos a la iglesia y sumerjamos los dedos en el agua bendita que hay junto a la puerta! ¡Los que vengan detrás de nosotros perecerán como por una peste! ¡Hagamos el signo de la cruz en el aire! ¡Estaremos esparciendo maldiciones con la semejanza de los símbolos sagrados!
—Giovanni —dijo Beatrice tranquilamente, pues su pena superaba a la pasión—.¿Por qué te unes a mí de esa manera con esas palabras terribles? Yo, es cierto, soy ese ser horrible que tú dices. Pero tú... ¿qué puedes hacer tú, salvo estremecerte ante mi horrible desgracia, salir del jardín y mezclarte con los de tu raza, olvidándote de que alguna vez se arrastró por la tierra un monstruo como la pobre Beatrice?
—¿Pretendes ignorancia? —preguntó Giovanni mirándola ceñudo—. ¡Fíjate! Este poder me lo ha traspasado la hija pura de Rappaccini.
Había un enjambre de insectos de verano aleteando por el aire en busca de la comida que prometían las olorosas flores del jardín fatal. Daban vueltas alrededor de la cabeza de Giovanni, evidentemente atraídos hacia él por la misma influencia que por un instante les había conducido a la esfera de otras plantas. Lanzó un suspiro entre ellos y sonrió amargamente a Beatrice mientras por lo menos veinte de los insectos caían muertos al suelo.
—¡Entiendo, entiendo! —gritó Beatrice—. ¡Es la ciencia fatal de mi padre! No, no, Giovanni. ¡No fui yo! ¡Nunca, nunca! Yo sólo soñaba con amarte y estar contigo algún tiempo, dejando luego que te marcharas y quedándome sólo con tu imagen en el corazón; pues créeme, Giovanni, aunque mi cuerpo haya sido alimentado con veneno, mi espíritu es una criatura de Dios, y sólo desea amor como alimento diario. Pero mi padre... él nos ha unido en esta simpatía fatal. Sí. ¡Recházame, pisotéame, mátame! ¿Ay, qué es la muerte después de esas palabras que me has dicho? Pero no fui yo. Por nada del mundo te lo habría hecho yo.
La pasión de Giovanni se había agotado mientras salía de sus labios. Le invadió entonces un sentimiento triste, no carente de ternura, acerca de la relación íntima y peculiar que existía entre Beatrice y él. Por así decirlo, estaban en una soledad profunda que no se volvería menos solitaria por hallarse entre una vida humana densa. ¿Entonces este desierto de humanidad que les rodeaba no debería aunar todavía más a esa pareja aislada? Si eran crueles el uno con el otro, ¿quién podría ser amable con ellos? Además, pensaba Giovanni, ¿no había todavía una esperanza de que regresara a los límites de la naturaleza ordinaria llevando a Beatrice, la Beatrice redimida de la mano? ¡Ay, débil, egoísta e indigno espíritu que podía soñar con una unión terrenal, y con la mayor felicidad terrenal posible, después de que un amor tan profundo se haya visto amargamente contradicho, tal como había pasado con el amor de Beatrice por las infortunadas palabras de Giovanni! No, no; no podía existir tal esperanza. Ella debía cruzar pesadamente, con el corazón roto, las fronteras del Tiempo: ella debía bañar sus heridas en alguna fuente del paraíso, y olvidar su pena bajo la luz de la inmortalidad, y allí estaría todo bien.
Pero Giovanni no lo sabía.
—Querida Beatrice —dijo él acercándose mientras ella retrocedía, como hacía siempre ante el avance de él, aunque ahora con un impulso distinto—. Mi querida Beatrice, nuestro destino no es todavía tan desesperado. ¡Mira! Aquí hay una medicina potente, como me ha asegurado un médico sabio, y de eficacia casi divina. Está hecha con ingredientes que son lo más opuesto a aquellos con los que tu terrible padre ha producido esa calamidad en ti y en mí. Se ha destilado con hierbas benditas. ¿La bebemos juntos para vernos así purificados del mal?
—¡Dámela! —dijo Beatrice extendiendo la mano para recibir el pequeño frasco de plata que Giovanni sacó de su pecho, y con un énfasis peculiar añadió— la beberé; y tú aguardarás el resultado.
Se llevó a los labios el antídoto de Baglioni. En ese mismo instante apareció en la puerta la figura de Rappaccini, que se acercó lentamente a la fuente de mármol. Al estar más cerca, el pálido hombre de ciencia pareció contemplar con expresión triunfante al hermoso joven y la doncella, como lo haría un artista que ha pasado su vida en lograr un cuadro o un grupo de estatuas, y finalmente está satisfecho con el éxito. Se detuvo; su forma inclinada se alzó consciente de su poder; extendió las manos hacia ellos en la actitud de un padre que implora una bendición sobre sus hijos: pero eran las mismas manos que habían introducido veneno en la corriente de sus vidas. Giovanni tembló.
Beatrice se estremeció nerviosamente y presionó su corazón con la mano.
—Hija mía, ya no estarás sola en el mundo —dijo Rappaccini—. Arranca una de esas preciosas gemas de tu planta hermana y pídele a tu novio que se la lleve al pecho.
Ya no le hará daño. Mi ciencia, y la simpatía existente entre tú y él, se han introducido en su sistema, de manera que ahora se aparta de los hombres comunes, como tú, hija de mi orgullo y mi triunfo, lo haces de las mujeres ordinarias. ¡Pasad pues por este mundo queriéndoos el uno al otro y siendo terribles para todos los demás!
—Padre mío —dijo Beatrice débilmente, y manteniendo la mano en el corazón mientras hablaba—. ¿Por qué infligiste este destino miserable a tu hija?
—¿Miserable? —exclamó Rappaccini—. ¿Qué quieres decir, joven estúpida? ¿Te parece una desgracia estar dotada con dones maravillosos contra los que ningún poder ni fuerza podrá ejercer enemigo alguno, una desgracia ser capaz de acabar con el más poderoso con un aliento, un desgracia ser tan terrible como eres hermosa? ¿Habrías preferido entonces la condición de una mujer débil, expuesta a todo mal y capaz de ninguno?
—Habría preferido con mucho ser amada, y no temida —murmuró Beatrice dejándose caer al suelo—. Pero ahora no importa. Padre, me voy donde el mal que tú te has esforzado por combinar con mi ser pasará como un sueño, como la fragancia de estas flores venenosas, que ya no teñirán mi aliento entre las flores del edén. ¡Adiós, Giovanni! Tus palabras de odio son como plomo en mi corazón; pero también ellas pasarán conforme yo ascienda. Ay, ¿no había desde el principio más veneno en tu naturaleza que en la mía?
Tan radicalmente había actuado la parte terrenal de Beatrice sobre la habilidad de Rappaccini que, del mismo modo que la vida había sido un veneno, igual de potente como antídoto fue la muerte; y así, la pobre víctima del ingenio y la naturaleza rebajada del hombre, y de la fatalidad que asiste a todos los esfuerzos de la sabiduría pervertida, pereció allí, a los pies de su padre y de Giovanni. En ese preciso instante apareció en la ventana el profesor Pietro Baglioni y gritó con fuerza, en un tono de triunfo con el que se mezclaba el horror, al hombre de ciencia sobrecogido:
—¡Rappaccini! ¡Rappaccini! ¡Este es el resultado de tu experimento!
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