LAS LADRONAS DE NIÑOS

LA VOLEUSE D'ENFANTS
ALEXANDRE CHATRIAN (1826-1890) Y
ÉMILE ERCKMANN (1822-1899)



En 1817 podía verse a diario, vagando por las calles del barrio Hesse-Darinstadt, en Maguncia, a una mujer alta, lívida, de chupado rostro y ojos huraños: imagen espantosa de la locura. Esta desgraciada, antigua colchonera de oficio, que se llamaba Cristina Evig, había perdido la razón a causa de un suceso terrible cuando vivía en la callejuela del Petit-Volet, detrás de la catedral.

Al atravesar una tarde la calle tortuosa de los Trois-Bateaux, con su hijita de la mano, se dio cuenta de pronto que acababa de soltar a la niña hacía un segundo y que ya no oía el ruido de sus pasitos; entonces la pobre mujer se volvió gritando:
—¡Deubche, Deubche!... ¿Dónde estás?
Nadie respondió y todo a su alrededor estaba desierto.
Entonces, corriendo, gritando y llamando a la niña, volvió hasta el puerto; allí clavó su mirada en el agua sombría que se abisma bajo los barcos. Sus gritos y sus lamentos habían atraído a los vecinos; la pobre madre les explicó su angustia. Se le ayudó a hacer nuevas pesquisas; pero nada, ni un rastro, ni un indicio vino a aclarar este horrible misterio.

Desde aquel instante, Cristina Evig no había vuelto a poner los pies en su casa: noche y día erraba por la ciudad, gritando con una voz cada vez más débil y quejumbrosa:
—¡Deubche, Deubche!...
Se le tenía lástima; las buenas gentes, unas veces éste, otras aquél, le daban albergue, le daban comida y la vestían con sus andrajos. La policía, en presencia de una simpatía tan unánime, no creyó que debía intervenir para meter a Cristina en una casa de locos, como era la práctica de aquel tiempo.

Así, pues, la dejaban ir y venir y proferir sus quejas, sin preocuparse de ella.

Pero lo que daba a la desgracia de Cristina un carácter verdaderamente siniestro era que la desaparición de su hijita había sido como la señal de varios acontecimientos del mismo género: a partir de ese momento, una decena de niños habían desaparecido de un modo sorprendente, inexplicable, y varios de aquellos niños pertenecían a la alta burguesía.

Estos raptos se efectuaban de costumbre al caer la noche, cuando los transeúntes escaseaban y cuando todos iban con prisa a sus casas después de las faenas del día. En cuanto un niño imprudente salía al tranco de la puerta de su casa, su madre le gritaba:
«¡Karl!... ¡Ludwig!... ¡Lotelé!...», igual que la pobre Cristina. ¡Nadie respondía! Las gentes corrían, llamaban, registraban los alrededores... ¡Se acabó!...

Contaros los trabajos de la policía, las detenciones provisionales, las investigaciones, el terror de las familias, sería cosa imposible.
Ver morir a un hijo es horroroso, indudablemente, pero perderlo sin saber qué ha sido de él, pensar que no se volverá a saber de él nunca, que esa pobre criatura tan débil, tan preciosa, que se apretaba contra el corazón con tanto cariño, sufre tal vez, que os está acaso llamando sin poder socorrerle... eso sobrepasa todo cuanto pueda imaginarse; ninguna expresión humana sabría describirlo.

Corriendo el tiempo, una tarde de octubre de aquel año de 1817, Cristina Evig, después de haber vagado por las calles, había ido a sentarse en la pila de la fuente del Obispado, con sus largos cabellos grises alborotados y con los ojos errantes en torno suyo como en medio de un sueño.

Las criadas de la vecindad, en vez de entretenerse como de costumbre en las inmediaciones de la fuente, se apresuraban a llenar su cántara y a volver a casa de sus amos.

Sólo la pobre loca permanecía allí, inmóvil, bajo la lluvia glacial que tamizaban las brumas del Rin. Y las altas casas de alrededor, con sus piñones agudos, sus ventanas de rejas, sus innumerables tragaluces, se envolvían lentamente en las tinieblas.

En la capilla del Obispado daban entonces las siete, Cristina no se movía y balaba temblando: «¡Deubche... Deubche!...»

Pero en el instante en que las pálidas claridades del crepúsculo se elevaron hasta la cúspide de los tejados antes de desaparecer, de repente se estremeció de pies a cabeza, alargó el cuello y su faz inerte, impasible desde hacía dos años, tomó tal expresión de inteligencia, que la criada del concejal Trumf, que tendía justamente su cántara al chorro, se volvió estupefacta para observar aquel gesto de la loca.

En el mismo instante, por el otro lado de la plaza, a lo largo de la acera, pasaba una mujer, con la cabeza baja, llevando entre sus brazos, en una pieza de tela, algo que se movía. Aquella mujer, vista a través de la lluvia, tenía un aspecto sobrecogedor; corría como una ladrona que acababa de dar el golpe, arrastrando tras sí, por el barro, sus harapos fangosos y disimulándose en las sombras.

Cristina Evig había extendido su gran mano seca y sus labios se agitaban balbuceando extrañas palabras; pero de repente un grito penetrante se escapó de su pecho:
—¡Es ella!
Y saltando a través de la plaza, en menos de un minuto alcanzó la esquina de la calle de Vieilles-Ferrailles, por donde la mujer acababa de desaparecer. Pero allí Cristian se detuvo jadeante; la extraña mujer se había perdido en las tinieblas del callejón y en todo el contorno no se oía más que el ruido del agua cayendo de las goteras.
¿Qué acababa de pasar en el espíritu de la loca? ¿Había recordado algo? ¿Había tenido alguna visión, uno de esos relámpagos del alma, que en un segundo descorren el velo de los abismos del pasado? Lo ignoro.
Lo cierto es que acababa de recobrar la razón.

Sin perder un minuto en perseguir a la aparición de hacía un momento, la desgraciada remontó la calle de los Trois-Bateaux como llevada por el vértigo, dobló la esquina de la plaza de Gutenberg y se lanzó dentro del vestíbulo del preboste Kasper Schwartz gritando con voz sibilante:
—¡Señor preboste, los ladrones de niños están descubiertos! ¡Ah!, ¡pronto...escuche usted... escuche!
El señor preboste acababa de terminar su cena. Era un hombre grave, metódico, que gustaba de digerir tranquilamente después de haber cenado sin molestias: la vista de aquel fantasma le impresionó vivamente y, depositando su taza de té, que justamente se iba a llevar a los labios:

—¡Dios mío!—exclamó—. ¿No voy a tener un minuto de reposo en toda la jornada? ¿Es posible que exista un hombre más desgraciado que yo? ¿Qué me quiere esta loca ahora? ¿Por qué la han dejado entrar aquí?

Al oír estas palabras, Cristina, recobrando su calma, respondió con tono suplicante:
—¡Ah, señor preboste, dice usted que si existe un ser más desgraciado que usted...¡Pues míreme a mí!... ¡Míreme, entonces!...

Y su voz tenía sollozos; sus dedos crispados separaban de su cara largos mechones de cabello grises; estaba espantosa.
—¡Loca!, ¡sí, Dios mío, lo he estado!... El Señor, en su misericordia, me había velado mi desgracia... pero ahora no lo estoy... ¡Oh! ¡Lo que he visto!... Aquella mujer llevando un niño... pues era ciertamente un niño... estoy segura...
—¡Pues bien!, váyase usted al diablo con su mujer y con su niño... váyase al diablo! —exclamó el preboste—. Miren la desgraciada que arrastra sus andrajos por el suelo. ¡Hans!... ¡Hans!... ¿Vas a venir a poner en la puerta a esta mujer? ¡Al diablo el puesto de preboste! No me trae más que sinsabores.
El criado apareció y el señor Kasper Schwartz dijo señalándole a Cristina:
—Condúcela afuera. Decididamente mañana tengo que redactar una demanda en forma para desembarazar a la ciudad de esta desgraciada. ¡Tenemos manicomios, gracias al cielo!

Entonces la loca se echó a reír de una manera lúgubre, mientras el criado, lleno de lástima, la cogía por el brazo y le decía con dulzura:
—Vamos, Cristina, vamos... salga usted.
Había vuelto a sumergirse en su locura y murmuraba: «¡Deubche... Deubche!...»

***

Mientras ocurría esto en casa del preboste Kasper Schwartz, bajaba un coche por la calle del Arsenal; el centinela, de guardia ante el parque de proyectiles, al reconocer el carruaje del conde Diderich, coronel del regimiento imperial de Hilbourighausen, presentó armas; un saludo le respondió desde el interior.

El coche, a todo correr, parecía ir a dar la vuelta por la puerta de Alemania, pero enfocó la calle del Homme-de-Fer y se detuvo ante el caserón del preboste.

El coronel, con uniforme de gala, echó pie a tierra, levantó los ojos y se quedó estupefacto, pues las carcajadas de la loca se escuchaban desde fuera.

El conde Diderich era un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, alto, moreno de barba y de pelo, de una fisonomía severa, enérgica.

Penetró bruscamente en el vestíbulo, vio a Hans empujar a Cristina Evig y, sin anunciarse, entró en el comedor de maese Schwartz, gritando:
—¡Señor, la policía de vuestro distrito es de lo más inepto! Hace veinte minutos me había parado delante de la catedral, en el momento del  Ángelus. Al ir a salir del coche y ver a la condesa de Hilbourighaus en que bajaba del pórtico, me retiré hacia atrás para dejarle sitio, cuando veo que nuestro hijo —un niño de tres años, que iba sentado a mi lado— acababa de desaparecer. La portezuela del lado del Obispado estaba abierta.¡ Habían aprovechado el momento en que yo bajaba el estribo para raptar al niño!¡Todas las pesquisas hechas por mis gentes han sido inútiles!... ¡Estoy desesperado, señor, desesperado!...

La agitación del coronel era extrema; sus ojos negros brillaban como relámpagos, a través de dos grandes lágrimas que trataba de contener; su mano acariciaba el puño de su espada.

El preboste estaba anonadado; su naturaleza apática sufría ante la idea de levantarse y pasar la noche dando órdenes, yendo él mismo al lugar del suceso a fin de volver a comenzar, por centésima vez, investigaciones que habían resultado siempre infructuosas. Le habría gustado dejar el asunto para el día siguiente.
—Señor —prosiguió el coronel—, sepa usted que me vengaré. ¡Usted me responde de mi hijo con su cabeza! ¡A usted le corresponde velar por la seguridad pública! ¡Está usted faltando a sus deberes! ¡Esto es indigno! Necesito un enemigo, ¿me oye? ¡Que yo sepa al menos quién me asesina!


Mientras pronunciaba esas palabras incoherentes, se paseaba de arriba abajo, con los dientes apretados y la mirada torva.

Sobre la frente enrojecida de maese Schwartz se veían gotas de sudor. Mirando a su plato murmuró por lo bajo:
—Estoy desolado, señor, desoladísimo... pero el vuestro hace el número diez... Los ladrones son más hábiles que mis agentes; ¿qué quiere usted que yo le haga?

Al oír estas imprudentes palabras, el conde dio un salto de rabia y, agarrando a aquel hombre gordinflón por los hombros, le levantó del sillón.
—¡Qué quiere usted que yo le haga!... ¡Ah, de modo que responde usted así a un padre que le pide a su hijo!
—¡Suélteme, señor, suélteme —aullaba el preboste sofocado de espanto—. ¡En nombre del cielo, cálmese usted! Una mujer... una loca, Cristina Evig, acaba de venir a decirme... ¡ah!, sí, ya me acuerdo. ¡Hans! ¡Hans!

El criado lo había oído todo desde la puerta y apareció al instante.
—Señor...
—Corre a buscar a la loca.
—Todavía está ahí, señor preboste.
—Entonces que pase. Siéntese usted, mi coronel.
El conde Diderich permaneció de pie en medio de la sala y un minuto después, Cristina Evig volvió a entrar, huraña y riendo estúpidamente como había salido.

El criado y la criada, interesados por lo que pasaba, se habían quedado de pie en el umbral de la puerta con la boca abierta. El coronel, con un gesto imperioso, les rizo una señal de que salieran. Luego, cruzando los brazos frente a maese Schwartz, dijo:
—Y bien, señor, ¿qué luces pretende usted sacar de esta desgraciada?
El preboste hizo intención de hablar; sus gordos carrillos se agitaron. La loca reía como si estuviese sollozando.
—Señor coronel —dijo al fin el preboste—, esta mujer está en el mismo caso pie usted; hace dos años que ha perdido i su hijita y esta desgracia es la causa de su locura.

Los ojos del coronel se preñaron de lágrimas.
—¿Y qué más? —dijo.
—Acaba de entrar aquí, parecía tener un relámpago de razón y me ha dicho...
Maese Schwartz se calló.
—¿Qué, señor mío?
—Que había visto a una mujer que se llevaba a un niño. Y, creyendo que hablaba así en uno de sus desvaríos, la he echado fuera.
El coronel sonrió con amargura. —¿La ha echado usted fuera? —dijo.
—Sí... creo que ha vuelto a caer inmediatamente en su locura.
—¡Cáspita! —exclamó el conde con voz de trueno—, niega usted su apoyo a esa desgraciada... hace usted desaparecer hasta su último fulgor de esperanza... la reduce usted a la desesperación en lugar de sostenerla y defenderla, como es su deber. Y se atreve usted a continuar en su puesto... ¡Se atreve usted a cobrar su sueldo!... ¡Ah, señor!

Y acercándose al preboste, cuya peluca temblaba, añadió con una voz sorda, concentrada:
—¡Es usted un miserable! Si no encuentro a mi hijo, lo mataré como a un perro. Maese Schwartz, con los ojos fuera de las órbitas, las manos crispadas, la boca pastosa, guardaba silencio; el espanto le apagaba la voz y, además, no sabía qué responder.

De pronto, el coronel le volvió la espalda y, acercándose a Cristina, la miró unos segundos y luego, levantando la voz:
—Buena mujer —le dijo—, trate usted de responderme... Vamos a ver... en nombre de Dios, de su hijita... ¿Dónde ha visto usted a esa mujer?
Luego guardó silencio y la pobre loca, con su voz quejumbrosa murmuró:
—¡Deubche, Deubche!... ¡La han matado!

El conde palideció y en un arrebato de furia, cogiendo a la loca por la muñeca:
—Respóndeme, desgraciada —exclamó—, ¡respóndeme!

El coronel la zarandeaba; la cabeza de Cristina volvió a caer hacia atrás; lanzó una carcajada espantosa y dijo:

—¡Sí... sí... todo ha terminado... La mujer mala me la ha matado!

Entonces el conde sintió sus rodillas flaquear, se desplomó más que sentarse en un sillón, los codos apoyados en la mesa, su pálido rostro entre las manos, con los ojos fijos, como clavados en una escena espantosa.

Y los minutos se sucedieron lentamente en el silencio.

El reloj dio las diez, las vibraciones de la campana hicieron estremecerse al coronel. Se levantó, abrió la puerta y Cristina salió.
—Señor... —dijo maese Schwartz.
—¡Cállese usted! —interrumpió el coronel con un mirada fulminante.
Y siguió a la loca, que salió a la calle tenebrosa. Acababa de asaltarle una idea singular.
—Todo está perdido —me dijo—. Esta desgraciada no puede razonar, no puede comprender lo que se le pregunta, pero ha visto algo; acaso su instinto puede conducirla...

No es preciso añadir que el señor preboste quedó maravillado de semejante ocurrencia. El digno magistrado se apresuró a cerrar la puerta con doble llave: luego, una doble indignación se apoderó de su alma:
—Amenazar a un hombre como yo —exclamó—. ¡Agarrarme por el cuello! ¡Ah!, señor coronel, ¡ya veremos si existen leyes en este país! Mañana mismo voy a dirigir una queja a Su Excelencia el gran duque y descubrirle la conducta de sus oficiales.

* * *

Entretanto, el conde seguía a la loca y, por un efecto extraño de la sobre excitación de sus sentidos, la veía en la noche, en medio de la bruma, como en pleno día; oía sus suspiros, sus palabras confusas a pesar del soplo continuo del viento de otoño desbocado por las calles desiertas.

De tarde en tarde, se veía correr a lo largo de las aceras a algunos ciudadanos retrasados con el cuello del abrigo subido, las manos en los bolsillos y el sombrero encasquetado hasta los ojos; se oían las puertas al cerrarse, una contraventana mal sujeta golpear la pared, una teja levantada por el viento rodar hasta la calle; luego, de nuevo el inmenso torrente del aire reanudaba su carrera, cubriendo con su voz lúgubre todos los ruidos, todos los silbidos, todos los suspiros. Era una de esas frías noches de fines de octubre, en que las veletas, sacudidas por el cierzo, giran locas en lo alto de los tejados y gritan con su voz estridente: «¡El invierno!... ¡El invierno! Ya está aquí el invierno!...»

Al llegar al puente de madera, Cristina se asomó, miró el agua negra, fangosa, (pie se arrastra por el canal y luego, irguiéndose otra vez con un aire de incertidumbre, prosiguió su camino, temblando y murmurando por lo bajo:
—¡Oh, qué frío hace!

El coronel, apretando con una mano los pliegues de su capa, comprimía con la otra los latidos de su corazón, que le parecía le iba a estallar.

Sonaron las once en la iglesia de San Ignacio, luego las doce.

Cristina Evig no dejaba de andar: había recorrido las calles de la Imprimerie, del Maillet, del Mercado del Vino, de las Vieilles-Boucheries, de los Fossés-de-l’Eveché.

Cien veces el conde, desesperado, se había dicho que aquella persecución nocturna no podía conducir a nada, que la loca no tenía ningún rastro; pero cuando pensaba que ése era su último recurso, la seguía siempre yendo de plaza en plaza, deteniéndose cerca de un guardacantón, en una rinconada, luego, reanudando su caminata incierta, absolutamente como la bestia sin guarida que vaga al azar en las tinieblas.

Al fin, hacia la una de la madrugada, Cristina desembocó de nuevo en la plaza del Obispado. El tiempo parecía entonces haber aclarado un poco, la lluvia había cesado, un viento fresco barría la plaza y la luna, tan pronto rodeada de sombrías nubes como brillando con toda su fuerza, quebraba sus rayos, límpidos y fríos, como hojas de acero, en los mil charcos de agua estancada entre los adoquines.

La loca fue tranquilamente a sentarse al lado de la fuente, en el sitio que había ocupado algunas horas antes. Mucho tiempo permaneció en la misma actitud, con la mirada triste, los andrajos pegados a su flaco cuerpo.
Todas las esperanzas del conde se habían desvanecido.
Pero en uno de esos instantes en que la luna se descubría, proyectando su pálida, luz sobre los edificios silenciosos, de pronto, la loca se levantó, alargó el cuello y el coronel, siguiendo la dirección de su mirada, vio que se fijaba en la calleja de las Vieilles-Ferrailles, a doscientos pasos aproximadamente de la fuente.

En el mismo instante ella partió como una flecha. El conde la siguió sin perder segundo, metiéndose en el laberinto de altos y antiguos edificios que domina la vieja iglesia de San Ignacio.

La loca parecía poseer alas; diez veces estuvo a punto de perderla, tanto era lo que corría por aquellas callejuelas tortuosas, atestadas de carretas, de pilas de estiércol y de leños amontonados ante las puertas a la llegada del invierno.

Súbitamente, Cristina desapareció en una especie de callejón tenebroso y el coronel tuvo que detenerse, falto de dirección.

Felizmente, al cabo de algunos segundos, el rayo amarillo y rancio de una lámpara comenzó a filtrarse desde el fondo de aquella cloaca, a través de una ventanuca mugrienta; aquel rayo estaba inmóvil; pronto lo veló una sombra, luego desapareció.

Evidentemente, algún ser velaba en aquel antro. ¿Qué es lo que hacía?

Sin vacilar, el coronel se metió por la callejuela, yendo derecho a la luz.

En medio de aquella cloaca encontró a la loca de pie en el fango, con los ojos desencajados, la boca abierta, mirando también aquella lámpara solitaria.

La aparición del conde no pareció sorprenderla; únicamente, extendiendo el brazo hacia la pequeña ventana iluminada en el primero, dijo:

—¡Allí es! —con un acento tan expresivo, que el conde sintió un escalofrío.

Bajo el impulso de aquel movimiento, se lanzó contra la puerta del antro, la abrió de un solo empujón y se vio frente a las tinieblas. La loca estaba detrás de él.

—¡Chist...! —indicó ella.

Y el conde, cediendo una vez más al instinto de la desgraciada, se mantuvo inmóvil, prestando oído. El más profundo silencio reinaba en el edificio; hubiérase dicho que todo dormía, que todo estaba muerto. En la iglesia de San Ignacio dieron las dos.

Entonces un débil cuchicheo se dejó oír en el primer piso, luego apareció una vaga claridad en la muralla decrépita del fondo; el suelo de madera crujió bajo los pies del coronel y el rayo de luz, acercándose, iluminó primero una escalerilla, montones de chatarra y una pila de leña, más lejos, una ventanuca sórdida abierta al patio, a derecha y a izquierda botellas, un cesto de trapos... ¿qué se yo?; un interior sombrío, agrietado, repelente.

Al fin, un candil de cobre de humeante mecha, sostenido por una manita seca como una garra de pájaro, se asomó lentamente por la escalerilla y, por encima de la luz, apareció una cabeza de mujer, inquieta, con los cabellos de color estopa, los pómulos salientes, las orejas puntiagudas, separadas de la cabeza y casi rectas, los ojos gris claro,l anzando chispas bajo el arco de las cejas; en suma, un ser siniestro, vestido con una falda mugrienta, los pies metidos en unos chanclos viejos, unos brazos descarnados desnudos hasta el codo, que tenía en una mano el candil y en la otra un hacha pequeña. Apenas este abominable ser hubo fijado sus ojos en la sombra, cuando se puso a trepar  por la escalerilla con una agilidad sorprendente.

Pero era demasiado tarde: el coronel había saltado espada en mano y tenía ya a aquella bruja agarrada por la falda.
—¡Mi hijo, miserable! —gritó—. ¡Mi hijo!

A este rugido del león, la hiena se había vuelto, lanzando un hachazo al azar.

A continuación se entabló una lucha espantosa. La mujer, derribada, trataba de morder; el candil, que se había caído en los primeros instantes, ardía en el suelo y su mecha, chisporroteando sobre las losas húmedas, proyectaba sombras movedizas en el fondo grisáceo del muro.

—¡Mi hijo! —repetía el coronel—. ¡Mi hijo o te mato!

—Sí, tendrás a tu hijo —respondía con un acento irónico la mujer jadeante—.¡Oh!... No hemos acabado... tengo buenos dientes... el cobarde que quiere estrangularme... ¡Eh, la de arriba! ¿Estás sorda?... Suéltame, ¡yo te lo diré todo!...

Parecía agotada cuando otra bruja, más vieja, más huraña, saltó de la escalera abajo gritando:

—¡Aquí estoy!

La miserable estaba armada de un gran cuchillo de carnicero y el conde, levantando los ojos, vio que estaba calculando para asestarle una cuchillada por detrás. Se creyó perdido, sólo un azar providencial podía salvarlo.

La loca, espectadora impasible hasta entonces, se abalanzó sobre la vieja, exclamando:

—¡Es ella... es ella! ¡Oh, la conozco muy bien!... No se me escapará.

Por toda respuesta, un chorro de sangre inundó el suelo; la vieja acababa de degollarla; había sido cosa de un segundo.

El coronel había tenido tiempo de levantarse y de ponerse en guardia; al ver lo cual, las dos brujas subieron rápidamente la escalera y desaparecieron en las tinieblas.

El candil, humeante, se extinguía y el conde aprovechó sus últimos fulgores para seguir a las asesinas. Pero al llegar a lo alto de la escalerilla la prudencia le aconsejó no abandonar esta salida. Oía los estertores de Cristina abajo y la sangre que caía de escalón en escalón en medio del silencio. ¡Era espantoso!...

Al otro lado, al fondo de la guarida, un trasiego extraño hacía temer al conde que las dos mujeres quisieran escaparse por las ventanas. El desconocimiento de aquel lugar lo tenía allí desde hacía un instante, cuando un rayo luminoso, deslizándose a través de una puerta de cristales, le permitió ver las dos ventanas de la habitación que daban al callejón iluminadas por una luz exterior. Al mismo tiempo, oyó en la calle una voz ronca decir:

—¡Eh! ¿Qué es lo que pasa aquí?... Una puerta abierta... ¡Toma, toma!...
—¡A mí! —gritó el coronel—. ¡A mí!
Al mismo tiempo la luz penetraba en el edificio.
—¡Oh! —dijo la voz—. ¡Sangre!, ¡diablo!... ¡No me engaño!... ¡Es Cristina!

—¡A mí! —repitió el coronel.
Unas pisadas fuertes sonaron en la escalera y la cabeza barbuda del wachtmann Selig, con su gran gorro de nutria, su piel de cabra sobre los hombros, apareció en lo alto de la escalera, dirigiendo la luz de la linterna hacia el conde.

La vista del uniforme extrañó al buen hombre.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—¡Suba usted... buen hombre... suba!
—Perdón, mi coronel, pero es que abajo...
—Sí... una mujer acaba de ser asesinada. Los asesinos están ahí.
El wachtmann subió entonces los últimos escalones y, con la linterna alta, iluminó el reducto: era una buhardilla de seis pies a lo sumo que terminaba en la puerta de la habitación donde se habían refugiado las dos mujeres; una escalerilla que subía al granero, a la izquierda, limitaba aún más el espacio.

La palidez del conde asombró a Selig; sin embargo, no se atrevía a preguntarle, cuando fue éste quien le interrogó.
—¿Quién vive aquí?
—Son dos mujeres, madre e hija; en el barrio del Mercado se les llama las dos Josel. La madre vende carne en el mercado, la hija hace embutido.

El conde, recordando entonces las palabras de Cristina pronunciadas en su delirio:«¡Pobre niña... la han matado!», sintió un vértigo y la frente se le cubrió de un sudor de muerte.

Por la más espantosa casualidad, descubrió en el mismo instante, detrás de la escalera, un vestidito escocés, de cuadros azules y encantados, unos zapatitos, una especie de gorro con una borla negra, arrojados allí, en la sombra. Se estremeció, pero un impulso irresistible le llevaba a ver, a contemplar con sus propios ojos; así, pues, se acercó, temblando de pies a cabeza, y levantó aquella ropita con una mano temblorosa...Era la de su hijito.
Algunas gotas de sangre mancharon sus dedos.¡
Dios sabe lo que pasó en el corazón del coronel! Largo tiempo clavado a la pared, con la mirada fija, los brazos colgando, la boca entreabierta, permaneció como fulminado. Pero de repente se abalanzó contra la puerta con un rugido de furor que espantó al wachtmann: ¡nada habría podido resistir tal choque! Se oyó caer en la habitación los muebles que las dos mujeres habían amontonado para atrancar la puerta. El edificio tembló hasta sus cimientos. El conde desapareció en la sombra; luego, aullidos, gritos salvajes, imprecaciones, roncos clamores se escucharon en medio de las tinieblas...

Aquello no tenía nada de humano; hubiérase dicho un combate de bestias feroces desgarrándose en el fondo de su caverna.

La calle se iba llenando de gente. Los vecinos penetraban desde todos los sitios en el antro, gritando:
—¿Qué sucede? ¿Se están degollando aquí?

* * *

¿Qué os diré todavía? El coronel Diderich se curó de sus heridas y desapareció de Maguncia.

Las autoridades de la ciudad juzgaron útil ahorrar a los padres de las víctimas aquellas abominables revelaciones; yo lo sé por el mismo wachtmann Selig, ya viejo y retirado, que vive en su aldea cerca de Sarrebrück; sólo él conoce los detalles por haber asistido como testigo a la instrucción secreta de aquel proceso, ante el tribunal de Maguncia.

Quitad el sentido moral al hombre, y su inteligencia, de la que está tan orgulloso, no podrá preservarlo de las más infames pasiones.

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